06 febrero 2012

LECCIÓN MAGISTRAL 6 DE FEBRERO DE 2002
DR. EDUARDO TORRES
Excelencia, Sras. y Sres. Profesores y Maestros:
El mundo contemporáneo tiene urgente necesidad del servicio de instituciones educativas que apoyen y  enseñen la verdad sin la cual «desaparecen la libertad, la justicia y la dignidad del hombre» (Ex corde Ecelesiae, 4). Juan Pablo II.
Estamos en una institución educativa pontificia, quiero agradecer al Colegio de educación esta invitación a dirigirles la palabra, y en sintonía con los deseos del Papa, pretendo desarrollar en esta reflexión de hoy dos ideas fundamentales. En primer lugar, quisiera hacer ver cómo la crisis cultural en la que estamos envueltos es una crisis radical que vicia los fundamentos mismos de la educación, y esta crisis radical es una crisis de la verdad no sólo en los contenidos sino, sobre todo en la misma vivencia profesional. Una crisis que no podremos además superar mientras no liberemos la libertad nuestra del espejismo narcisista, mediante una conversión al amor hermoso por la verdad. En segundo lugar trataré de explicar el valor directivo de la verdad respecto al actual problema educativo: frente al atolondramiento o el pragmatismo político, hijos del relativismo positivista, se proclama como fuerza constructora del sujeto humano y como meta integradora de la comunidad educativa la búsqueda apasionada de la verdad, una meta sin descanso que es el eje de la perfección humana.
Ya Platón nos señalaba que, tratándose de descubrir el sentido de la vida, eran muchos los caminos que solicitan al peregrino, pero sólo uno camino termina en la meta, lleva a la vida. “Me parece (...) que la verdad segura en estas cosas no se puede alcanzar de ningún modo en la vida presente, o al menos sólo con grandísimas dificultades. Pero pienso que es una vileza no estudiar bajo todo punto de vista las cosas que se han dicho al respecto, o abandonar la investigación antes de haberlo examinado todo. Porque en estas cosas, una de dos: o se logra aprender de otros cuál es la verdad, o se la descubre por uno mismo, o si esto no se consigue, habrá que agarrarse al mejor y más seguro de entre todos los razonamientos humanos y, sobre este, como sobre una balsa, afrontar el riesgo de una travesía sobre el mar de la vida; a menos que no se pueda hacer el viaje de un modo más seguro y con un riesgo menor sobre una nave más sólida, es decir, teniendo confianza en una revelación divina” (Platón s. IV a. C. Fedón 85 c)
 “Yo soy Rey. Para eso he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad escucha mi voz. Pilatos le dijo: ¿Qué es la verdad?” (Jn 18, 37-38)
Con esa pregunta se plantó Pilatos y, sin esperar, condenó a muerte al que podía responderle. Tuvo ante sí la Verdad misma y no quiso reconocerla. Maestros y profesores se ven hoy envueltos en este mismo diálogo, de eterna actualidad. Parece que podemos acabar todos crucificados por la depresión, desamparados ante padres y políticos, azotados por la indisciplina o el desencanto. Pero el diálogo de Jesucristo y el procurador romano no quedó sin respuesta por parte de Jesús; respondió con un silencio de cruz que interpela eternamente al hombre. Además, la Verdad condenada a muerte llegó a ser eje de la historia humana, Juez de vivos y  muertos; dio y sigue dando testimonio de un triunfo creciente y constante en el corazón y la existencia de los que creen en Él. En cambio, aquel político astuto y cobarde, poco después destituido, saldrá para siempre sin fruto de la escena de la historia.
El hombre actual quiere seguir triunfando, como Pilatos, mediante el éxito de la política, la aparente seguridad del dinero fácil o el disfrute de placeres epidérmicos. Revestido de un pragmatismo sin convicciones, el hombre moderno desprecia como ingenuos a quienes creen en la capacidad humana de alcanzar la verdad: la verdad sobre las cosas, la verdad sobre sí mismos y la verdad sobre Dios. Ciertamente hay un aspecto constante y antiguo en esta tentación; desde que Adán comió del árbol de la ciencia del bien y del mal, éste era propiamente su objetivo: ser como Dios, conocedor  y dueño de todas las cosas, poseer por sí y para sí la inmortalidad. Mediante el pecado original, el hombre reivindica contra su Creador una libertad que sueña omnímoda, ilimitada e irrestricta. El hombre quiere ser centro  y medida de todas las cosas desplazando a su Creador. Pero es precisamente esa pretensión de ser ombligo del universo la que hace que el hombre se venga abajo, espiritual, psicológica y corporalmente, oprimido por el peso aniquilador de tamaña presunción.
El ser humano carece hoy más que nunca de esa seguridad que busca; está perdiendo la estabilidad emocional, la certeza intelectual y la rectitud moral en la misma medida en que  ha despreciado radicalmente la verdad. Distraído por el afán de realizarse a sí mismo, ha perdido el apoyo en el sentido trascendente y amoroso de la vida, y como una torre construida en un pantano, la cultura actual que pretende levantarse sobre un éxito aparente y pasajero se viene abajo, reducida a los escombros de una cultura de la muerte, en una especie de suicidio colectivo. El afán de poder, de riqueza y de placer se enseñorea de la generación contemporánea, y por ello la droga, la violencia, el divorcio, el aborto, la muerte dulce y el terrorismo tiranizan una sociedad desquiciada en una espiral de vacío existencial, al mismo tiempo que la ansiedad, el pánico, el miedo y toda clase de fobias, obsesiones y tristezas esclavizan los individuos de la especie "homo sapiens insipiens". El embrutecimiento de la población, el envilecimiento de la sociedad y la invasión de la basura van de la mano de la idolatría del ego y son consecuencia del amordazamiento de la verdad.
Por aterrizar en nuestra isla, durante la pasada administración, el entonces secretario de Educación, propuso y propulsó un periodo de "5 minutos de reflexión", antes de comenzar las faenas académicas; unos pocos años más tarde, Fajardo acaba de ser acusado por actos de corrupciónSobre el asunto declaraba el Arzobispo de San Juan que el problema no es la reflexión, sino la ausencia de la reflexión moral en el sistema educativo. "Para formar un ser humano integral hay que alimentarlo con principios éticos morales (...) -dice el arzobispo-, la tragedia de la corrupción en la que estamos viviendo demuestra una crisis de valores. Lo que estamos viendo a nivel de liderato público es un reflejo de la realidad de los valores humanos que estamos viviendo en la familia" (El Nuevo Día, 30.I.2002).  No voy a tratar ni de hacer leña de un árbol caído ni de valorar las diversas propuestas políticas para resolver la corrupción pública. Sirve este acontecimiento entre nosotros para preocuparnos por una corrupción en el mundo de la enseñanza que es mucho más grave que la financiera o la política, como es la corrupción misma del magisterio mediante la corrupción de la verdad.
Es claro que no estoy haciendo un balance sobre el sistema educativo en nuestros días sino tocando un solo aspecto específico y negativo; hay tantísimos otros aspectos positivos y esperanzadores. Con todo nunca se exagerará la importancia del mismo, ya que en definitiva, para los clásicos, la causa de las causas es la causa final; la razón de fin es en definitiva lo que explica y determina todos los demás elementos. ¿Para qué educar, cuál es el fin de la enseñanza y el aprendizaje? es la pregunta primera, antes de poder preguntarnos quiénes tienen que educar, cómo se tiene que desarrollar el proceso formativo, con qué medios se cuenta; antes, por supuesto, de enredarnos en temas como si la escuela debe ser pública o de iniciativa social; religiosa o laica; pagada o gratuita; antes de ningún otro problema concreto. La pregunta primera, que es así el objetivo último y fin de todo el complejo sistema educativo, no es cuánto dinero tenemos para proyectos sino cuál es la verdad sobre el hombre. Por decirlo de otro modo ¿qué o quién es el hombre que es al mismo tiempo sujeto y objeto de la enseñanza y del aprendizaje?. Para poder saber qué es una buena educación, cómo alcanzar la excelencia escolar, quién es un buen profesor o un buen alumno, por qué medios renovar el sistema educativo, antes debemos encontrar respuesta a esta pregunta: ¿hay una verdad sobre el hombre o debemos contentarnos con educar en la opinión, es decir en la duda, en la superficialidad? ¿Son suficientes las propias certezas sobre el contenido y el proceso educativo o debemos dejarnos llevar del oleaje de la opinión mayoritaria en cada momento?
          Qué es urgente e importante hacerse esta pregunta sobre el fundamento mismo del sistema educativo es evidente, si no queremos que el sistema mismo, todo entero, se desplome sobre nuestras cabezas y nos entierre dentro. ¡...Torres más altas, cayeron!
No hace falta detenerse mucho más en los síntomas de la crisis escolar; no acabaría nunca si tuviera que relatar la cantidad de agravios que tienen que soportar hoy los maestros en las escuelas por parte de los alumnos y los padres ante la pasividad de los directivos; la enorme cantidad de profesionales de la enseñanza que acaban sumidos en la depresión o necesitan asistencia psiquiátrica; los escándalos en planteles escolares; la escalada de armas, drogas, embarazos en adolescentes y demás "pocavergüenzas". Los profesores en la universidad somos testigos de cómo ha ido descendiendo imparablemente, año tras año, la calidad de resultados en los conocimientos de los alumnos que nos llegan, por no hablar de los mismos maestros que formamos. No digo nada si hubiera que hablar del descuido y suciedad en los predios escolares, la indisciplina en las aulas, el destrozo de los materiales o el "salpafuera" de las computadoras. Todos estos aspectos negativos -repito, parciales y negativos- que preocupan justamente a los maestros, a los padres, a las autoridades, a cualquier ciudadano responsable no pueden solucionarse simplemente con retórica vacía de buenas palabras, hay que ir a las causas del actual problema educativo.
Lo que en definitiva quiero decir es que el verdadero problema de la enseñanza, y no sólo en Puerto Rico, sino en el mundo entero, no es tanto que se robe unos millones de dólares -con ser esto grave- cuanto que se robe tanto a los maestros como a los alumnos y sus padres aquello a lo que más tienen derecho: la verdad; la verdad sobre el hombre, que exige al mismo tiempo la verdad sobre el mundo y la verdad sobre Dios.
          Estimados maestros: si no existe la verdad, cerremos la escuela; si no creemos en la verdad, dediquémonos a otra cosa; si trabajamos sólo por un puñado de  dólares y no por vocación de servicio a la humanidad -la nuestra y la de los alumnos-, mejor cerramos el quiosco. ¡No tenemos derecho a defraudar la esperanzas de los niños y los jóvenes, si solo tuviéramos para ofrecerles el cinismo de nuestro egoísmo! ¿Nos quema el alma el fuego vivo de la filocalía -el amor a la belleza-, nos devora la hoguera de la filosofía -al amor a la Sabiduría-, arde en nuestro corazón la brasa de la filología -el amor a la palabra? Porque, como decía S. Agustín «sólo puede encender a los demás quien tiene el fuego dentro de sí » Comentario al Salmo 103, s.2,4).
Los sistemas educativos están hoy en crisis por muchos factores pero el principal, a mi juicio, lo constituye la quiebra de la sabiduría, la renuncia misma a conocer la verdad. En el mundo antiguo el hombre libre encontraba en la búsqueda de la verdad la ocupación más importante, hoy nos parece una pasión inútil. La búsqueda de la verdad era el motor de una sociedad libre, el único camino para resolver las injusticias, la esperanza para una vida mejor y digna del hombre. Hoy nos ahogamos en el pantano de las infinitas opiniones, superficiales y subjetivas tantas veces. ¿No se puede decir de la pedagogía que "se le ha expoliado el valor de ciencia y se ha transformado en una especie de retórica vacía de contenido, vacía de verdad, y cargada de una fuerte dosis de escepticismo, algo, al fin y al cabo, desesperanzador. Para los griegos la opinión era un estado de la mente en el que no se vislumbraba apenas una pizca de verdad, sino que todo eran conjeturas, meras apariencias de la verdad. Los clásicos que se dejaban llevar únicamente por esta retórica vacía se denominaban sofistas, es decir, eran los que, en vez de amar la sabiduría, amaban la opinión. (...)  Una persona sofisticada es hoy una persona compleja en su discurso, el que no tiene las ideas claras, y, además de no tenerlas claras, las predica para sumar confusiones. Lo sofisticado choca con lo sencillo. Algo es sencillo porque se muestra tal cual es, pero lo sofisticado intenta poner un velo a su realidad, la hace aparatosa, complicada, le quita su naturalidad, su modo de ser para relucir algo que realmente no tiene, es decir, es justamente lo opuesto a la sencillez." Alberto Sánchez en Cavernícolas del siglo XXI (Alfa y Omega 2.2.2002), Y esa es precisamente la fuerza y el encanto de la verdad, su sencillez al mismo tiempo profunda y sublime. ¡Cuantos desprecian la claridad de un pozo de aguas limpias, para revolcarse en el charco de la afectación! ¡Qué complicado hacemos todo, con lo sencilla que es la vida!
Además, los cristianos no podemos desentendernos de la verdad sin traicionar así a Jesucristo: "sólo si la fe cristiana es verdad, afecta a todos los hombres; si es sólo una variante cultural de las experiencias religiosas del hombre (...) entonces tiene que permanecer en su cultura y dejar a las otras en la suya" (J. Ratzinger 16.II. 2000 Fe, verdad y cultura. Reflexiones a propósito de la encíclica Fides et ratio, Huellas, Madrid: 6), traicionando así la Iglesia su misión y perdiendo su razón de ser.
Pienso que no sólo en la política se esconde el interés turbio con el maquillaje suave de los valores, ni sólo en los medios de comunicación se manipula las masas, también la escuela, en sus diferentes niveles, se está planteando desde un estilo de vida que no da la cara a la verdad, sino a su apariencia. "Vivimos hoy -también en el mundo educativo- en la cultura de la imagen, del espectáculo, de lo que nos entra por los sentidos sin entrar por la razón, porque hemos sellado la puerta de lo razonable. Hoy en día nos encontramos en las situaciones cotidianas con escenas que son poco razonables: gente que habla sola (cuando si hablamos es porque hay un tú con quien hablar); gente que vive para trabajar (cuando lo razonable es trabajar para vivir); poemas sin contenido (cuando la poesía es la expresión de lo sublime); gente que vive del momento sin mirar las consecuencias de lo que hacen o dicen (cuando vivir es prever, es adelantarse, vivir el presente cara al futuro porque el hombre está hecho para la eternidad)." (Alberto Sánchez,Cavernícolas del siglo XXI =Alfa y Omega 2.2.2002).
De hecho, Jean François Revel, en El conocimiento inútil, responsabiliza a los intelectuales de la decadencia de la civilización de Occidente, y especialmente a los profesores o maestros, singularmente a los de la enseñanza superior, cuya influencia en las generaciones es decisiva. Esta ruina cultural se produce a través de tres mecanismos escolares: el lavado de cerebro de los alumnos por medio de la deformación de los hechos en los textos escolares; la guerra declarada a la memoria con la excusa de renovación; y la guerra a la excelencia académica bajo capa de igualitarismo. Así -como comenta José L. Gutiérrez- "Con la política igualitaria de la mediocridad, se crean masas de sujetos alfabetizados culturalmente analfabetos, que (...) no entienden lo que leen, ni saben escribir, ni poseen el caudal elemental de conocimientos que la cultura actual requiere. La mentira organizada es fácil de comprobar en el campo de la comunidad terminológica, las disparidades semánticas o la creación de neolinguas. Se intenta abolir las palabras consagradas y se introducen términos (llenos de eufemismos interesados, verdaderas trampas mentales...) La manipulación, parcial o total, pero en todo caso deformadora, de las estadísticas es uno de los medios o vías que utiliza con perfección técnica la mentira organizada. Es el conocido baile de cifras del que los promotores del dirigismo cultural se sirven para sus intereses e intentos ideológicos." (J L Gutiérrez, Alfa y Omega nº 191)
Es evidente que esta superficialidad no se soluciona con el relativismo puesto que la multiplicación de las opiniones no hace una sola verdad; al contrario, como bien dice Julián Marías, el hombre actual "Lee más que nunca, oye voces ajenas todo el tiempo, acompañadas de la imagen y el gesto. Se solicita su atención desde la publicidad, la política, las campañas, las consignas. En multitud de casos no tiene medio de decidir si lo que se le dice es verdadero o falso; aun cuando esto es posible, se siente aturdido por múltiples solicitaciones, no tiene tiempo ni calma para reaccionar a ellas. Esto va causando en grandes mayorías una actitud de atonía e indiferencia. La verdad y la falsedad desaparecen del horizonte, y el hombre queda inerme frente (al engaño...) Si el historiador falta a la verdad, si cuenta lo que no ha sucedido, o calla lo que efectivamente ha acontecido, o lo desfigura, no es que tenga «poco valor», es que comete un delito intelectual. Lo mismo puede decirse del que extrae consecuencias falsas de un descubrimiento científico, o da por establecido lo que no pasa de ser una hipótesis o toma por incontrovertible lo que no se puede justificar con facilidad. Estos usos, tan frecuentes, deberían acarrear una inmediata descalificación; no ocurre así" (J. Marías, El desprecio de la verdad).
Hoy vamos cada día más deprisa porque no sabemos ni queremos saber de dónde venimos ni a dónde vamos. Se nos dice que son preguntas sin sentido, cuando lo cierto es que como un viaje sin rumbo, una vida sin origen ni meta es la que acaba siendo una vida absurda, sin sentido. Estas preguntas fundamentales: ¿de dónde venimos? ¿a dónde vamos? son las únicas sensatas, imprescindibles si queremos saber quiénes somos y en dónde estamos.  De hecho, para hablar de la cultura actual estamos utilizando una expresión bien explicita al efecto. Decimos vivir en la postmodernidad, lo cual quiere decir que lo único que sabemos es lo que hemos rechazado por pasado de moda, el racionalismo cerrado en sí mismo propio de la ilustración diezyochesca, pero todavía no sabemos dónde estamos, ni quiénes somos, ni a qué puerto se dirige la historia.
II.- LA VERDAD FALSIFICADA.
Quisiera detenerme un momento en explicar cómo se ha producido a lo largo de la modernidad una doble destrucción, la de la verdad y la del hombre; destrucción progresiva y paralela. Ontológicamente hablando no puede destruirse la verdad, puesto que se identifica en definitiva con la realidad de las cosas: la verdad no puede no ser, ya que entonces sería la nada, y aunque la nada, nada es, incluso entonces sería verdad su inexistencia. Es fácil comprender que el enunciado mismo de que "la verdad no existe" es contradictorio, ya que si así fuera ya habría al menos una verdad, la verdad de su no existencia.
          Pero no es la verdad ontológica la que está en juego; más bien se trata de una falsificación, tergiversación y reducción de la verdad en cuanto alcanzable por el hombre. Se ha reducido la verdad ontológica a la epistemológica, se ha tergiversado ésta confundiéndola por la mera verdad lógica, y, por último, se ha falsificado la verdad moral.  Lo expresaba sin rodeos Umberto Eco en El nombre de la rosa: "La única verdad consiste en aprender a liberarse de la pasión enfermiza por la verdad". Comentando esta actitud, el cardenal Ratzinger describe esta actitud como apriorística: "no tiene sentido -dice- preguntar sobre lo que es; sólo podemos preguntar sobre lo que podemos hacer con las cosas. La cuestión no es la verdad, sino la praxis, el dominio de las cosas para nuestro provecho. (Pero, entonces,...) ¿qué es propiamente lo que nos aprovecha? Y ¿para qué nos aprovecha? ¿Para qué existimos nosotros mismos? El observador profundo verá en esta moderna actitud fundamental una falsa humildad y al mismo tiempo una falsa soberbia: la falsa humildad, que niega al hombre la capacidad para la verdad, y la falsa soberbia, con la que se sitúa sobre las cosas, sobre la verdad misma, en cuanto erige en meta de su pensamiento la ampliación de su poder, el dominio sobre las cosas" (J. Ratzinger 16.II. 2000 Fe, verdad y cultura. Reflexiones a propósito de la encíclica Fides et ratio, Huellas, Madrid: 8 ).
En la cultural intelectual contemporánea se ha producido una eliminación de la expresión misma de verdad referida a las cosas. Como explica magistralmente, Josef Pieper, toda la filosofía antigua apoya sobre la verdad del ser de las cosas, en cambio, ya "La mayor parte de los filósofos del llamado Humanismo (siglos XV y XVI) afir maron simplemente que era absurdo —no propiamente “falso”, sino sen cillamente carente de todo sentido— decir que las cosas son verdaderas, no habiendo razón alguna para dar a ello un sentido discutible.  (...) Kant destierra definitivamente el término “verdad de las cosas” del vocabulario filosófico, por ser estéril y tautológico, no resultando provechoso seguir empleándolo. Este estado de la cuestión continúa en la actualidad: en la literatura filosófica de nuestros días no se encuentra, por lo general, tal término ni siquiera mencionado una sola vez.
(...) No se puede hablar de verdad, y realmente tampoco lo hace nadie, si no se habla de (...)  de un sujeto que es capaz de conocer, por una parte, y al mismo tiempo de algo real objetiva mente que puede ser objeto de conocimiento. La verdad es la relación entre el espíritu conocedor y la realidad objetiva que tiene lugar mediante el acto del conocimiento. Pues bien, ¿qué es lo que sucede mientras conocemos? (...) La capacidad del conocimiento espiritual no es en realidad otra cosa que la receptividad abierta a toda la realidad. Nos hemos preguntado: ¿qué sucede mientras conocemos? Sucede que el conocedor capta la esencia de una cosa objetivamente real, la aprehende en el interior de sí mismo, para luego allí fijarla y conservarla. (Tiene así lugar dentro del sujeto.. ) una cierta compenetración (...) una adecuación entre dos extre mos: lo que está “fuera” del sujeto conocedor, o sea, la realidad objetiva (por una parte); y (por otra parte) lo que está “dentro”, lo que en este momento penetra en el interior del sujeto conocedor a través del acto cognoscitivo (en forma de representación, concepto, pensamiento, juicio, etc.). Así se llega a lo que los antiguos habían definido como “adaequatio rei et intellectus”, a la adecuación de la realidad con el entendimiento.
(...) Cuando designo a las cosas como “verdaderas” quiero decir: primero, que también en las cosas tiene lugar algún tipo de relación con un conocedor; y —segundo—, que esa relación es de tal tipo que entre la cosa por una parte y el conocedor por otra existe precisamente la misma identidad, o igualdad, o adecuación, que la que hay entre el original y la copia, esa “adaequatio rei et intellectus” que expresa el con cepto de “verdad”. Naturalmente la cuestión inmediata será la siguiente: ¿existe realmente esto así? ¿Existen cosas que sean bocetos de un pensamiento originario? (...) ¿existe un conocimiento creador? ¿Existe la realización de algo real mediante el conocimiento?
A este respecto se debe contestar que, evidentemente, todas las cosas hechas por el hombre —tanto las obras de la técnica (autos, puentes, casas) como las creaciones del arte (poesías, sinfonías, cuadros)— han recibido efectivamente la medida dada por el conocimiento creador del artista o del constructor. (...) Las cosas “artificiales” —es decir, las que han sido hechas por el hombre— son realmente lo que son en virtud de su adecuación con el boceto, previamente existente, radicado en el espíritu conocedor del artífice que las ha hecho.
(...) Ahora se plantea la cuestión de si este concepto de “verdad” puede aplicarse realmente y con pleno sentido a las cosas naturales, sobre todo al propio hombre. Naturalmente, (...) para este convencimiento (...) es necesario comprender el mundo, en todo momento, como criatura; lo cual no significa otra cosa sino que el mundo y todo lo que en él hay ha sido hecho de acuerdo con un modelo, que tiene su sede en el espíritu creador de Dios. (...).
La cualidad de lo real no se puede definir. No existe ninguna definición del término “real”. (...)  En realidad, “verdadero” es sinónimo de “real” (...pero añade un aspecto)  la correspondencia (de todas las cosas) con el conocimiento creador. Y con ello se significa ciertamente una cua lidad de las propias cosas, porque las cosas tienen su origen en el boceto creador de la palabra de Dios. Ellas mismas son algo pensado e incluso algo hablado, son como palabras: tienen el mismo “carácter que las palabras”, se gún se expresa Guardini; son luminosas, lúcidas y abiertas, asequibles y —por así decirlo— trasparentes. (...) Por otra parte, también queda claro con ello que se trata al mismo tiempo de una relación con el espíritu humano. “Verdad de las co sas” no significa solamente ser pensado por el Logos de Dios, sino también y al mismo tiempo (y a causa de ello) ser reconocido por el espíritu humano.
     (...) Por ejemplo, decimos que a la luz del día las estrellas no se reconocen, a pesar de ser evidente que las estrellas en sí no cambian, tanto si luce el sol como si no. “En sí” son tan visibles de día como durante la noche; lo único que sucede es que nuestros ojos no son capaces de verlas durante el día. Del mismo modo, la cognoscibilidad que por principio tienen todas las cosas no significa que nuestro espíritu humano pueda real mente conocerlas; lo que significa es que las cosas, todas las cosas —por ellas mismas, en cuanto a ellas respecta— están de tal forma “hechas” que pueden ser objeto de conocimiento.
     Así pues, en resumen, la doctrina de la “verdad de las cosas” significa lo siguiente: todas las cosas son creaturalmente conocidas por Dios, siendo por ello cognoscibles para el espíritu finito. Forma parte de la naturaleza de las cosas reales el ser posibles objetos del conocimiento humano, O sea, no existe en absoluto una separación total de la realidad objetiva frente al intelecto hu mano: antes de que le dirijamos nuestra mirada, hacia el mundo de las cosas, existe ya cierta relación. Las cosas no son precisamente “mudas” como dijo Spinoza. Son perfectamente perceptibles: nos dejan saber lo que son. Por otra parte, no debe olvidarse que este hecho no puede comprenderse ni ser explicado: antes bien se llega a él al pensar que las cosas, por su propia na turaleza, son luminosas debido a su origen a partir de la Luz arquetípica del Logos divino. Las cosas son cognoscibles porque Dios las ha pensado creaturalmente. Su claridad y su lucidez intrínseca —fuerzas para mostrarse a sí mismas— dimanan del espíritu creador de Dios, al mismo tiempo que su propio ser, incluso desde su propio ser.
     Claro que en este momento se presenta, insospechadamente, un aspecto harto distinto de la doctrina de la verdad de las cosas. La cognoscibilidad completa y la luminosidad —la manifestación de las cosas— son únicamen te un aspecto de los hechos. El otro aspecto es que las cosas son al mismo tiempo insondables, inalcanzables e incomprensibles: ocurriendo esto pre cisamente por la misma razón por la que son luminosas, lúcidas y cognoscibles. Precisamente debido a que se trata de bocetos divinos según los cuales las cosas están hechas, resulta por principio para nosotros imposible comprender perfectamente su correspondencia con los bocetos, siendo así que en tal co rrespondencia consiste la verdad de las cosas. En principio somos incapaces, por así decirlo, de observar como espectadores la salida de las cosas a partir del Logos de Dios, o de observarlas con los ojos de Dios. Por esta razón nues tros esfuerzos por conocer, incluso cuando se trate de las cosas más «sencillas” y simples, son un camino que —por principio— no tiene fin. Así pues, repita mos: las cosas son claras porque son criaturas, siendo insondables también porque son criaturas.
     El que todas las cosas con que mediante la experiencia nos enfrentamos sean al mismo tiempo cognoscibles, pero cognoscibles hasta el infinito —lo cual significa incomprensibles— es, al mismo tiempo, una realidad de la experiencia. Pero que ambas cosas reconozcan el mismo origen, o que la cognoscibilidad y la incomprensibilidad estén necesariamente entrelazadas entre sí, esto tiene que permanecer incomprensible. Quien niega expresamen te la idea del mundo como fruto de la creación, quizás se vea incapaz de com prender que exista algo parecido a la esencia y a la naturaleza de las cosas. (...) Jean Paul Sartre (...) afirma pre cisamente esto: las cosas que existen, entre ellas sobre todo el propio hombre, no tienen ninguna esencia preexistente a su existencia de hecho. Según Sar tre, en esto radica la diferencia entre cosas naturales por una parte y cosas artificiales, hechas por el hombre, por otra: la diferencia consiste en que las cosas artificiales (...) están hechas de acuerdo con un boceto preexistente, del que reciben también su “esencia”, su “natu raleza”; mientras que las cosas “naturales”, sobre todo el propio hombre, no estarían precedidas por ningún boceto (...) Esas cosas “naturales”, sobre todo (siempre) el propio hombre, existen en principio solamente porque sí. Pero la cuestión de qué es en realidad ese hombre existente, no sólo resulta entonces incontestable, sino que según esto resulta que (...) no existe ninguna naturaleza humana (y la razón, sorprendente es, porque no existe Dios para poder pensarla...) Sartre sigue diciendo: ya que no existe ningún espíritu creador y conocedor de cuyos bocetos puedan tener las cosas su esencia, no existe ninguna natu raleza del hombre ni de las cosas. Por el contrario, Santo Tomás, por su parte, dice: ya que (y debido a que) Dios ha conocido, pensado y planeado las cosas creaturalmente, precisamente por este motivo tenemos nosotros una natura leza. Repitamos una vez más que para Santo Tomás y para Sartre se parte de la misma concepción original: sólo se puede hablar de una naturaleza de las cosas y del hombre, con precisión y exactitud, si las cosas y el hombre son ex presamente considerados como criaturas, como frutos de una Creación. Cuan do los antiguos hablaban de verdad residente en las cosas, querían decir que éstas son creaturalmenteconocidas por el Creador.
     Sartre tiene plenamente razón cuando hace, frente a los filósofos ateos del siglo XVIII, el reproche de ser inconsecuentes. No puedo (dice con toda razón) borrar la idea de la Creación y a continuación, como si con ello no hubiese pasado nada, seguir hablando de “esencia” de las cosas y de “natu raleza” del hombre; si no existe ningún constructor del boceto, ni tampoco boceto alguno, entonces tampoco existe ni esencia ni naturaleza de las cosas (...).
Por otra parte, esta consecuencia conduce directamente al nihilismo, de lo que es plenamente consciente el propio Sartre. Si, en realidad, no existe nada así como una naturaleza humana, ¿cómo es posible evitar la consecuen cia “haz de ti mismo lo que se te antoje”, o bien “haced con los hombres lo que os parezca”? ¿Qué significado tendría entonces el vivir “humanamente” o el vivir “como hombre”? ¿Cómo puede evitarse el entender la libertad humana como algo carente en absoluto de orientación? Esto es exactamente lo que significa el concepto existencialista de libertad: puedes hacer, en abso luto, todo lo que se te ocurra; por otra parte, no pienses que esto sea algo agradable; la libertad empieza más allá de la duda. Toda la triunfal ampulo sidad que caracterizaba todavía el concepto de libertad en la Ilustración ha desaparecido". (J. Pieper, Revista Universitas, Stuttgart, vol. VII, nº. 4, 1970). Se acaba así en la muerte misma de la libertad, por hipertrofia: el hombre muere del cáncer de su libertad.
Pienso que ha merecido la pena este largo recorrido filosófico de manos de J. Pieper para entender cómo se ha producido esta catástrofe intelectual y porqué no es posible fundamentar un modelo de comportamiento humano si se niega al Creador. "Sin el Creador, la criatura desaparece" proclama el Juan Pablo II. "Es posible hacer un mundo sin Dios, pero ese mundo será necesariamente un mundo contra el hombre". Sin Verdad, no hay verdad. Si no hay ningún molde ni medida para el hombre entonces todo está permitido, pero lo primero que se pierde, en esta borrachera de escogencia es la humana libertad. Y en esto consiste la cultura de muerte en que vivimos, donde la primera víctima del aborto o la eutanasia no es el ser humano inocente e indefenso que es asesinado sino la conciencia misma del asesino y la dignidad humana de todos sus cómplices. Y en esto consiste el estado de aparente democracia en el que vivimos, que unos dictadores encubiertos controlan una masa indefensa de ciudadanos narcotizados por la constante perversión del lenguaje y la manipulación de las conciencias.
En este contexto se debe entender el reclamo del Papa Juan Pablo II el pasado 31 de enero, al visitar una universidad pública según el cual ignorar la contribución de religión en la educación constituye no tanto un ataque contra la religión cuanto un «error de perspectiva» y un «mal servicio a la verdad sobre el hombre. Basta mirar a la historia con ojos objetivos para darse cuenta de lo importante que ha sido la religión en la formación de las culturas y cómo ha plasmado con su influjo todo el hábitat humano». «Ignorar esto o negarlo no representa sólo un error de perspectiva, sino también un mal servicio a la verdad sobre el hombre». «¿Por qué tener miedo de abrir el conocimiento a la cultura de la fe?». «¿No ha surgido acaso de esta ósmosis [entre fe y cultura] ese humanismo del que justamente se enorgullece nuestra (cultura occidental)?».  Por otra parte, el Santo Padre mostró al mundo en Asís, el pasado 24 de enero, «cómo el auténtico espíritu religioso promueve un diálogo sincero que abre los espíritus a la recíproca comprensión y al entendimiento en el servicio a la causa del hombre».
Al contrario de lo que se pretende hacer creer al mundo, la religión más peligrosa no es sólo la que manipula el Nombre santo de Dios para justificar la violencia sino sobre todo la ideología que somete al hombre a la injusticia y a la mentira. «No olvidemos que la violencia no existe ni puede existir por sí sola: está infaliblemente entrelazada con la mentira -dirá A. Solzhenitsyn-. Unen a ambos los lazos familiares y más profundamente naturales: la violencia no puede encubrirse con nada, salvo con la mentira; y el único sostén de la mentira es la violencia. Todo aquél que una sola vez ha proclamado como método la violencia, inexorablemente deberá elegir como principio la mentira» (Alexander Solzhenitsyn discurso preparado para la recepción del Premio Nóbel de Literatura, nunca leído oficialmente y publicado en agosto de 1972)
Así se entiende aquel razonamiento de J. Marías para quien "la verdadera raíz del desprecio a la verdad (...) es el desprecio a uno mismo. La verdad va de tal modo unida a la condición humana, que el faltar deliberadamente a ella es lo más próximo al suicidio. El que miente a sabiendas -no, claro está, el que se equivoca- está atentando contra sí mismo, se está hiriendo, mancillando, profanando. Y, por supuesto, lo sabe. Por eso se puede advertir en el que miente -intelectual, o político o lo que sea- un inmenso descontento. Hay una amargura, la más grave de todas, que no procede de lo que a uno le pasa, sino de lo que es.
Se la puede descubrir, muy especialmente en los jactanciosos, en los que parecen particularmente satisfechos de sí mismos; por eso ese descontento acompaña tantas veces al éxito, a la fama, el poder o el enriquecimiento. Se pone un cuidado máximo en encubrir ese desprecio que se siente por el que se es, se intenta convencer a los demás de la propia excelencia, con la esperanza de que lo persuadan a uno, pero esto es particularmente difícil, porque no hay en ello ingenuidad, sino que el que desprecia la verdad sabe muy bien que lo hace, y por qué. Hay una extraña y siniestra «lucidez» en todo esto, que le da su mayor gravedad.
En la vida intelectual es esto especialmente claro. El respeto a la verdad suele ser algo todavía más intenso: entusiasmo por la verdad, fascinación ante ella. El que lo siente se «abre» a la verdad, se deja penetrar por ella, la busca sin condiciones previas, cuando la descubre ve que se «apodera» de él, y eso lo llena de gratitud y de alegría." (Julián Marías ,  El desprecio a la verdad)
Que la causa fundamental del desprecio a la verdad estriba en el egoísmo se debe a que la verdad no es ni puede ser puede ser exclusiva propiedad de nadie: «Cuando con rectitud de intención trata el alma de captar (la verdad), patrimonio común -no propiedad privada- de cuantos la aman, y sin preocupación ni envidia con abrazo limpio la poseen, entonces mira (el hombre) por su propio bien y por el bien de los demás» (S. Agustín s. IV De Trinitate 12,10,15). La consecuencia inmediata de esta comunalidad de la verdad es la necesidad de que sea comunicada para disfrute de todos, y, puesto que es un regalo, la pretensión de su acaparamiento, traerá consigo su destrucción: «Por eso, Señor, son temibles tus juicios, porque tu verdad no es mía ni de aquél ni del de más allá, sino de todos nosotros, a cuya comunicación nos llama públicamente, advirtiéndonos terriblemente que no queramos poseerla en exclusiva, para no vernos de ella excluidos. Porque cualquiera que reclame para sí propio lo que Tú entregas para disfrute de todos, y quiera hacer suyo lo que es de todos, será expulsado desde ese bien común hacia lo que es propio suyo, esto es, de la verdad (común se quedará con su) mentira» (S. Agustín Confessiones 12,25,34).
Igualmente santo Tomás de Aquino invita a participar en ese bien de la verdad recibida, ya que "Si la peor manera de ser malo consiste en dejar que la propia maldad extienda sus efectos no sólo sobre uno mismo, sino también sobre los amigos, la mejor manera de ser bueno habrá de consistir, análogamente, en usar de la propia bondad no sólo para sí mismo, sino también para los demás " (In Eth. 5, 2, n 910). El maestro tiene en sus manos el futuro de la humanidad y puede hacer un bien enorme, difundiendo su propia excelencia humana, o un daño irreparable a la humanidad, con su inacción o su propia perversión.
Se entiende así porqué la misma educación católica está llamada a superar un confesionalismo de vía estrecha y descubrir el verdadero sentido católico -es decir, universal- del esplendor de la verdad. Más que acomodarse en el apoyo político, en el prestigio social o económico, "Enseñada por las múltiples vicisitudes de su historia, la Iglesia está llamada a liberarse de todo apoyo puramente humano, para vivir en profundidad la ley evangélica de las Bienaventuranzas. Consciente de que "la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas", nada pide para sí sino la libertad de anunciar el Evangelio. En efecto, su autoridad se ejerce en el servicio de la verdad y de la caridad." (Juan Pablo II (25.I.1995) Ut unum sint).

Creo que es suficiente con lo dicho para dejar sentada nuestra primera convicción: despreciar la verdad supone destruir el ser humano, creado por, desde y para la verdad; destruir la verdad supone acabar con el hombre y su futuro. Es significativo que el título principal del demonio no sea "padre de la injusticia" o "señor de la violencia", sino "padre de la mentira". La peor de las mentiras será la "media verdad", ese cinismo al que aboca el magisterio de la sospecha, con una razón autista, cerrada a toda trascendencia. Este magisterio relativista encuentra su ayuda y difusión en el vicio de la pereza: no se explica que una masa de tantos se deje manejar por tan pocos si no fuera porque se estimulan sus más bajos instintos y, el más fácil de todos, que es la comodidad, el mínimos esfuerzo, el emotivismo sensiblero.
La segunda convicción que quisiera transmitirles es la más importante: la fuerza constructiva de la verdad. Fuerza invencible ante el error, la ignorancia o la mentira; y fuerza constructiva en doble vertiente: es la verdad la que construye al hombre como sujeto -y no objeto-, como persona -y no individuo-, como miembro de una comunidad; por otra parte, es el hombre el que construye la verdad en la medida que la busca, la ama, la contempla, la defiende y la vive. Hay una interacción fundamental entre verdad objetiva y construcción del sujeto espiritual, entre búsqueda y encuentro, entre "salir de sí" y "ser en sí".
La verdad construye al hombre desde su naturaleza porque desde lo que ya es le invita a alcanzar lo que puede llegar a ser, lo que está llamado a ser, y esto a golpe de su libertad.
Desde un primer punto de vista el hombre es pasivo ante la verdad: ha sido creado por ella y para ella y como planeta respecto a su sol no puede escapar de su gravitación sin anularse a sí mismo. El hombre está llamado así a abrirse a la existencia, a un salir de sí tanto en la inteligencia teórica como en la razón práctica, y sólo entonces puede llegar a ser él mismo. El hombre es el único animal que nace indefenso, sin garras ni pieles que lo protejan, y radicalmente dependiente, en su alimentación y educación. Su espíritu, igualmente, se despierta en el seno de una comunidad lingüística, cultural y religiosa, recibiendo todas sus categorías de los otros. Mediante las palabras recibidas, las costumbres heredadas y las ideas trasmitidas va recogiendo las piezas del inmenso rompecabezas que es el mundo y va reconociendo en todas sus partes un sentido que le viene dado precisamente por la tensión a la totalidad. Así podían expresarse los griegos diciendo que el alma era de algún modo todas las cosas. 
El entendimiento teórico desde la ignorancia nativa y a través del esfuerzo -eso significa estudio- llega al milagro de la certeza, que es como un manojo de verdad, metiendo en su interior el universo  en cada parte en la misma medida en que aquella realidad -aun parcial- es verdadera -y por ello, total-. No es la realidad la que se adapta a la mente, es la mente la que debe abrirse, aceptar y acomodarse a la realidad. De este modo el ser-en-sí del hombre se dimensiona con el entero cosmos en cuanto "logos", y en cada destello de verdadera realidad contempla, fuera-de-sí la Verdad absoluta que allí se refleja. Como luna que refleja el sol, en la noche de la ignorancia en que vivimos los hombres es posible ver el relucir de las cosas mediante el Logos creador. "¡Oh luz eterna que sola en ti moras, / sola te miras y te entiendes sola / y entendiéndote te amas y sonríes!" (D. Alighieri, La divina comedia, Paradiso XXXIII, 124-126)
Desde este pensar teórico, pasivo, respecto al ser-fuera-de-sí, hay que destacar que no basta con intentar la búsqueda de la verdad para encontrarla, hay que poder y querer hallarla, hay que pelear hasta agarrarla, hay que perseverar hasta contemplarla. La verdad anda siempre desnuda pero se presenta envuelta y revuelta entre un sinfín de apariencias y sucedáneos. Por eso el escepticismo, el criticismo que abandona al hombre en manos de la duda, es en definitiva una error fruto de la de la pereza. Para los racionalistas no hay más verdad que la lógica, pero los racionalistas no son lógicos al suponer que sólo la lógica es fuente de verdad. Según algunos científicos no hay más verdad que la provisionalidad de unos resultados obtenidos rigurosamente en la investigación, pero tales científicos no son "científicos ni rigurosos" al dar por supuesto lo que deberían comprobar, que la ciencia no tiene en sí misma su fundamento epistemológico.
Tiene mucha razón aquello de la copla, que "En este mundo traidor /    nada es verdad ni es mentira/   todo es del color/   del cristal con que se mira//." Y sin embargo, copla contra copla, aunque hay muchas cosas que efectivamente dependen del punto de vista del espectador, en sus consecuencias antropológicas, es más radical aquella otra de Machado: "¿Tu verdad? No, la Verdad,/   y ven conmigo a buscarla./    La tuya, guárdatela//" (A. Machado)
En cuanto al entendimiento práctico, hay una originalidad respecto al teórico, en la que me gustaría detenerme. “Pensar libremente es bueno, pensar rectamente es mejor” dice un lema en la biblioteca de la universidad de Uppsala. El hombre, mediante su razón práctica, de algún modo, crea la verdad, puesto que pone en el ser realidades que de otro modo no podrían existir, puesto que son fruto de su voluntad libre. Bajo este aspecto, el hombre es activo y creativo, respecto a la verdad.
El hombre en su libertad está llamado no sólo a conformarse con el mundo existente, sino a transfigurarlo según una pasión ardiente que quema su corazón, que es el hambre y sed de belleza y de bien. Así el hombre en la medida en que ama la verdad"(...) no se conforma con lo dado, el hombre (...) busca, y lo que busca es su sentido, su vida, su realidad, su ser y todo lo que la vida, su realidad y su ser pueden dar de sí para ser feliz, para tener una vida buena, mejor, lograda. Para ello, su hazaña consistirá, en primer lugar, en conocerse a sí mismo, pues sin esta primera premisa difícilmente se podría conseguir lo demás (...) y esto es vivir conforme a la razón. Saber cuál es el camino y no recorrerlo es propio de los fracasados, de los perdedores. No recorrerlo sería poco razonable. La razón es lo que ilumina nuestro camino (...) Pero tampoco se puede decir que sólo con la razón se puede llevar a cabo una forma de vida. La vida, además de contemplativa, es activa, y para la acción necesitamos de otra herramienta: la voluntad. La vida más alta es la contemplativa, la espiritual, la que lleva nuestra razón, pero no somos espíritus, sino espíritus encarnados. El espíritu, nuestra vida contemplativa conlleva necesariamente una vida comprometida. Ese compromiso lo lleva a cabo la acción (...)" (A. Sánchez Alfa y Omega 2.2.2002).
            Es por esto, como explica J. Marías, que no es suficiente con educar la razón teórica si no se educan la razón práctica y la voluntad, además de integrar el conjunto de las pasiones humanas: "(...) sin una considerable dosis de bondad se puede ser «listo», pero no verdaderamente inteligente. Y esto responde, más que a una preocupación moral, a una evidencia intelectual: la de que la inteligencia consiste sobre todo en abrirse a la realidad, dejar que ella penetre en la mente y sea aceptada, reconocida, poseída. Es frecuente que la agudeza, la «listeza», coincida con la maldad, a veces se las asocia; pero si se mira bien se ve que no se trata de inteligencia, es decir, de comprensión de la realidad, sino de su utilización o manipulación.
Por eso hay que estar atento al grado de apertura o cerrazón de las personas, sobre todo de aquellas que pretenden manejar lo real, interpretarlo o explicarlo. Es característico del hombre inteligente el «esperar», no precipitarse, dejar que lo que aparece ante los ojos o intenta penetrar por el oído se manifieste por entero, exhiba sus títulos de justificación, sea examinado por varios lados, desde distintos puntos de vista. (...) A veces la cerrazón se debe a la escasez de inteligencia, a la incapacidad de reflexionar sobre lo que se ha leído u oído, incluso lo que se ha pensado en algún momento y ha sido desmentido por los hechos o por una visión más amplia. La pereza, casi siempre olvidada, explica muchas cosas.
Pero hay una forma de cerrazón más profunda y que merece examinarse. No es simple cerrazón, obturación de la mente frente a lo que intenta penetrar en ella. Tiene un carácter defensivo, es una resistencia a lo real, como si fuese una agresión o una amenaza. Por eso esta forma de cerrazón es hostil, casi siempre polémica, beligerante. El que habla o escribe se siente en peligro, inquieto, agredido, no por una tesis distinta u opuesta, sino por la realidad misma. Es decir, defiende lo que en el fondo sabe que no es verdad, se identifica con ello, como si fuera él mismo, rechaza lo distinto. (...)
Pero al lado de esa cerrazón hay síntomas alentadores de apertura; muy en especial entre personas que no tienen grandes pretensiones, que no intentan definir, que no creen que lo saben todo. Son aquellas que buscan precisamente «enterarse» –es decir, integrarse–, que sienten alegría y gratitud cuando se les muestra algo que no habían visto o con lo que no habían contado.
Y esa magnitud es máxima si descubren que estaban en un error, si se ven obligadas a rectificar, es decir, a instalarse en la verdad que se les había escapado. (...)." (Julián Marías en Apertura a la verdad). El beato Josemaría Escrivá llamaba a esto, la alegría de rectificar, donde confluyen la paz fruto de la humildad con el gozo fruto del amor por la verdad.

La construcción de la verdad así entendida, mediante el ejercicio responsable y recto de su libertad, es la vocación original del hombre, lo que constituye en definitiva su propia bienaventuranza. La excelencia humana es -desde los griegos- la capacidad de hacer del modo más noble las acciones dignas del hombre, acciones que por ello hacen al hombre que las realiza excelente, noble, hermoso, bueno, es decir lo realizan como verdadero y único. No en vano he recorrido todos los trascendentales del ser para hacer ver cómo el hombre se trasciende a sí mismo y su mundo en y a través de su conducta, para bien o para mal. Tiene la capacidad de rechazar o aceptar todo lo recibido, de transfigurarlo o desfigurarlo. El ser creado a imagen y semejanza de la Verdad creadora está llamado a reconstruir el mundo  de acuerdo a su Belleza original, y así a construirse a sí mismo a través de sus decisiones libres.
Como dice el profesor A. Llano: "La formación (humana) es asunto estrechamente relacionado con la adquisición de las virtudes morales e intelectuales: la fortaleza, la prudencia, la sabiduría, la templanza, el arte y la justicia. Las virtudes son excelencias del carácter que no se pueden desarrollar a través de una enseñanza meramente teórica. En realidad, como decían los filósofos griegos, las virtudes no se pueden enseñar: sólo se pueden aprender. Lo cual equivale a decir, que el protagonista de la educación no es el padre, la madre, la profesora o el profesor: el gran protagonista y autorresponsable de su educación es el propio educando, es decir, el hijo o el alumno.
Por ello es imprescindible que nos tomemos a los jóvenes en serio. Como decía el maestro Corts Grau, a la juventud hoy se le adula, se la imita, se la seduce, se la tolera... pero no se le exige, no se le ayuda de verdad, no se le responsabiliza... porque, en el fondo, no se le ama. Y esto es, en definitiva, lo que los jóvenes sospechan y, aunque no se atrevan a declararlo, proceden en consecuencia.
El amor noble y normal de padres y maestros para con los jóvenes está siendo sustituido por el emotivismo, por la inundación afectiva, por esas demostraciones de cariño tan ostentosas como superficiales (...) Por eso, una educación cristiana y humanista ha de fomentar lo que Alasdair Macintyre llama (...) "virtudes de la dependencia reconocida", entre las que se encuentran la generosidad, el agradecimiento, la compasión, el cuidado de discapacitados o enfermos, la alegría, la solidaridad y, en último término, la misericordia o piedad.
La propia independencia, la libre actuación personal, sólo se logra desde la base de la dependencia, y nunca la elimina del todo. Porque la libertad humana no consiste en la carencia de vínculos, sino en la calidad de esos vínculos y en la fuerza vital con la que uno los acepta y permanece fiel a ellos. La completa independencia o personal autonomía es una ficción (...) El otro tipo de motivación es el que procede de los sentimientos de simpatía hacia otras personas; pero este emotivismo inmediato, si no está ordenado por hábitos morales firmemente adquiridos, conduce al relativismo ético y a la arbitrariedad sentimental. Está claro que tales planteamientos utilitaristas y emotivistas no dan cuenta de las relaciones -mucho más diversificadas y abiertas- que realmente se establecen entre las personas humanas. Nos encontramos en un continuo proceso de dar y recibir, casi nunca sometido estrictamente a la crispación egoísta del do ut des. (...)
Lo que demanda la sociedad que está surgiendo en nuestras manos a comienzos del nuevo milenio es una "nueva ciudadanía", mucho más activa y responsable, en la que las personas no se conformen con ser convidados de piedra en el concierto público, sino que ejerciten con energía y decisión su libertad social, su responsabilidad cívica y su creatividad cultural (...) Para ello necesitan aprender una asignatura que no está en los libros de texto ni se puede incluir en los planes de estudio. La formación (integral) se adquiere como por ósmosis en la familia, en el colegio, en la parroquia, en las relaciones de parentesco y de vecindad. Esto pone en primer término la necesidad del buen ejemplo. Sólo el que conviva con buenos ciudadanos aprenderá a ser un buen ciudadano. En esta disciplina, todos somos discípulos y maestros a un tiempo. Cada uno debe pensar: que no sea yo el que les falle" (Alejandro Llano Claves para educar a la generación del "yo").
A la luz de esta perspectiva aparece la construcción de la verdad del sujeto humano como la tarea primordial al mismo tiempo del individuo y de la comunidad, tarea de la que nadie puede excluirse ni ser excluido. Lo importante, en este campo, será superar el divorcio entre lo que se piensa y dice con lo que uno vive, lo que se enseña y lo que se es. Me gusta decir a los padres que sus hijos casi nunca hacen lo que ellos les dicen que hagan pero que casi siempre hacen aquello que los padres mismos hacen y viven. Lo mismo se puede decir de un profesional de la educación que participa en definitiva de la verdadera paternidad, la espiritual, y está llamado a engendrar la verdad en el misterio de cada persona, o como diría Sócrates a engendrar para la Belleza.
"¡El misterio de la belleza! Hasta que la verdad y el bien no se han convertido en belleza, la verdad y el bien parecen permanecer de alguna manera extraños al hombre, se le imponen desde fuera; el hombre se adhiere a ellos, pero no los posee; exigen de él una obediencia que en cierto modo lo mortifica. Cuando realmente ha conseguido la verdad y el bien en una posesión plena y pacífica, entonces toda mortificación y todo esfuerzo desaparecen; entonces todo su ser, toda su vida no son más que un testimonio, una revelación de la perfección alcanzada. Este testimonio y esta revelación es precisamente la belleza." (D. Barsotti).
Por ello, "no es lo mismo saber la verdad que hacerla. La diferencia es la que  media entre el sabio -que sabe la verdad- y el hombre, el santo, que  la realiza en la vida. El problema radica en el divorcio existente entre  teoría y praxis, entre verdad y vida. Generalmente tomamos la verdad como una frase, cuando la verdad es un hecho (...)  El sistema educativo  supone que el educando es como un recipiente vacío. El maestro es  la fuente. La educación consiste en llenar ese recipiente vacío con la  plenitud del educador. El alumno es contemplado como objeto,  cercenando todas sus posibilidades creadoras. La misma educación  activa -los llamados métodos activos- sólo lo es en el sentido de  potenciar la capacidad asimiladora del educando. El niño, o el adulto,  se van llenando así de un acerbo de frases provenientes del mundo  cultural del educador, pero que nada tienen que ver con el ambiente y  la vida de los educandos. El resultado es la educación como  alienación de la persona. Por ejemplo, al niño se le dice (...) que la casa es el lugar de residencia de  la familia, pero ¿por qué no decirles también que es aquello de lo que carecen muchos millones de personas? Dentro del contexto actual  la educación puede llegar a ser una forma más de colonialismo cultural, de  invasión literaria, un producto más del mercado. El alumno, como el  consumidor, no tiene otra alternativa que tomarlo o dejarlo. Y como la educación, todo el proceso de socialización adolece de  este falso planteamiento. Se impone la "obediencia" en la familia, se  impone el trabajo en la empresa (otros piensan por él), se impone la  autoridad de la cosa pública (otros deciden por los súbditos)... Es  lógico que en tal caso la responsabilidad de los inferiores se acerque peligrosamente a cero. Y resulta natural que las carreras y los títulos  sean no más que una mercancía para intercambiar por dinero, en lugar de capacidades para transformar el mundo y ponerlo al servicio  de los hombres. Este mismo defecto gravita sobre la enseñanza religiosa, que se ha limitado a la indoctrinación -hacer aprender muchas "verdades"- y a la adquisición de "prácticas piadosas", en lugar de educar la fe, es decir,  ayudar al hombre a encontrar la verdad y a realizarla en la vida. Esto explicaría el peso de un cristianismo hereditario y tradicional, pero poco personal y sin auténtica fuerza renovadora del mundo ambiente." Revista Eucaristía 1971/59.
Pienso que esté cometido es tarea especialmente nuestra, como educadores y como cristianos. Frente a la educación domesticadora o nutritiva, hay que realizar una educación en la responsabilidad. El educando no es un objeto, sino sujeto, un hombre arraigado en el mundo. Por eso, no basta una instrucción positivista y atomizante, no es suficiente con llenar cabezas, ni siquiera con formar cabezas; hay que formar personas completas -cabeza, corazón y miembros- al tiempo que nos formamos a nosotros mismos -los educadores- en esos mismos bienes y verdades que proponemos a los educandos. Frente a un sistema de educación centrado sobre la transmisión de conocimientos y de valores de la sociedad dominante, que  no acabará nunca de transformarse independientemente de las estructuras que lo mantienen, hay que buscar nuevas formas que lleven la educación a una participación auténtica de todas las personas implicadas en la comunidad educativa. Es mucho más que dedicar más maestros o aumentar el presupuesto escolar o llenar de computadoras la enseñanza; exige de todos los integrantes en la comunidad educativa una concepción personalista, un amor apasionado por la verdad y una inversión estructural de herramientas y fines. Son los fines los que deben estar claros y firmes, mientras que se pueden y se deben discutir, evaluar, mejorar y cambiar, si fuera necesario, todo lo que tiene razón de medio.
Los criterios que rigen en nuestra sociedad son la utilidad y la eficacia, y las energías, hasta en el campo educativo, se dirigen a crear hombres hábiles, eficientes y competitivos. A veces se educa para el éxito inmediato pero quizá se olvide el ser íntimo del hombre y haya demasiados hombres superficiales, vacíos por dentro, con poco o con nada que ofrecer a los demás. Decía Einstein: «La escuela debe tener siempre como objetivo que el joven salga de ella con una personalidad armoniosa, no como un especialista».
Educar es enseñar y aprender a ser, es ayudar a que se vaya formando la persona como un potencial abierto que ha de desplegarse, con el convencimiento de que dentro de cada hombre habita la luz interior de la Verdad. El hombre es un ser siendo, una realidad inacabada; el hombre es un  quehacer, un proyecto, por eso es necesario abrirse, vivir en la inquietud y nunca dar por terminada la tarea de la propia construcción. Es cada vida un libro de aventuras que se está siempre escribiendo, porque el hombre es un ser siempre en camino, y, por tanto, su plenitud será seguir siempre avanzando sin detenerse en lo conseguido. Y para ello necesita la ayuda de Dios: «Usa del mundo, no te dejes envolver por él. Sigue el camino que has comenzado; has venido para salir del mundo Y no para quedarte en él. Eres un caminante; esta vida es un mesón; utiliza el dinero como utiliza el caminante en la posada la mesa, el vaso, la olla, la cama; para dejarlo, no para permanecer con él. Si lo haces así, levantad el corazón los que podéis hacerlo, y escuchadme: si lo hacéis así, llegarás a conseguir sus promesas. No es mucho para vosotros, porque es grande la ayuda de quien os ha llamado.  (S. Agustín, In Ioannem 40,10).
Educar para la libertad tiene mucho que ver con educar para el silencio, la admiración, la contemplación. El hombre interior es aquel que supera la superficialidad y llega a lo profundo de sí mismo: «no quieras derramarte fuera; entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad; y si hallares que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo, mas no olvides que, al remontarte sobre las cimas de tu ser, te elevas sobre tu alma, dotada de razón» (San Agustín, De vera religione 39,72) El ser humano lo es más auténticamente cuanto más deja salir su originalidad, cuando es más él mismo, porque cada uno es único e irrepetible. El centro de la pedagogía siempre es el hombre concreto, que oculta dentro de sí enormes tesoros, el más importante, sin duda, es Dios. «Mas he aquí que él está donde se gusta la verdad: en lo más íntimo del corazón» (San Agustín, Confessiones 4,12,18). «Te prometí demostrarte, si te acuerdas, que había algo que era mucho más sublime que nuestro espíritu y que nuestra razón. Aquí lo tienes: es la misma verdad. Abrázala, si puedes; goza de ella» (San Agustín, De libero arbitrio 2,13,35). Una libertad así entendida, rectamente se experimenta sólo en el amor, un amor que nos arrastra a la búsqueda de la verdad, puesto que el gozo de la verdad es el premio del amor.
Todo esto sólo no está contra la misión de la Iglesia, sino que es el propio Papa Juan Pablo II, quien nos lo recuerda: "Como otras instituciones educativas,  las (instituciones educativas) católicas transmiten conocimientos y promueven el desarrollo humano de sus estudiantes. Sin embargo (...) su nota característica es la formación integral de los estudiantes, para que puedan ser fieles a su condición de discípulos de Cristo y, como tales, puedan trabajar efectivamente por la evangelización de la cultura y por el bien común de la sociedad. La educación católica no sólo procura comunicar hechos, sino  también transmitir una visión de la vida coherente y completa, con la  convicción de que las verdades contenidas en esa visión hacen libres  a los estudiantes, en el sentido más profundo de libertad humana.
(...) En el proyecto educativo de la escuela católica no existe, por tanto,  separación entre momentos de aprendizaje y momentos de educación,  entre momentos del concepto y momentos de la sabiduría. Cada disciplina no presenta sólo un saber por adquirir, sino también valores por asimilar y verdades por descubrir» (Congregación para la educación católica 24 de abril de 1998). El mayor desafío que ha de afrontar hoy la educación católica en  Estados Unidos -dice el Papa dirigiéndose a un grupo de obispos americanos-, y la mayor contribución que puede dar, si es auténticamente católica, a la cultura norteamericana, consiste en devolver a la cultura la convicción de que los seres humanos pueden  comprender la verdad de las cosas y, al hacerlo, pueden conocer sus  deberes para con Dios, para consigo mismos y para con su prójimo. Al afrontar este desafío, el educador católico tendrá presentes las palabras de Cristo: «Si os mantenéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 31-32). El mundo contemporáneo tiene urgente necesidad del servicio de instituciones educativas que apoyen y  enseñen la verdad «valor fundamental sin el cual desaparecen la libertad, la justicia y la dignidad del hombre» (Ex corde Ecelesiae, 4).
 (...)Transmitir conocimientos sobre la fe, aunque es esencial, no basta. Para que los estudiantes de las escuelas católicas adquieran una genuina experiencia de la Iglesia, es fundamental el ejemplo de los profesores y de los demás responsables de su formación: el testimonio de los adultos en la comunidad escolar es parte vital de la identidad de la escuela.
(...) En un tiempo en que a menudo se piensa que el conocimiento es algo fragmentario y nunca absoluto, las universidades católicas deberían defender la objetividad y la coherencia del conocimiento. Ahora que el largo conflicto entre ciencia y fe está desapareciendo, las universidades católicas tendrían que estar en la vanguardia de un diálogo nuevo y largamente esperado entre las ciencias empíricas y las verdades de fe. Para que las universidades católicas lleguen a ser líderes en la renovación de la educación superior, deben tener ante todo un fuerte sentido de su propia identidad católica. Esta identidad no se establece de una vez para siempre cuando nace la institución; brota del hecho de vivir dentro de la Iglesia hoy y siempre, hablando desde el corazón de la Iglesia (ex corde Ecclesiae) al mundo contemporáneo. La identidad católica de una universidad debería ser evidente en su currículo, en sus facultades, en las actividades de sus estudiantes y en la calidad de su vida comunitaria. De esa manera no se viola la naturaleza de la universidad como verdadero centro de aprendizaje, en el que se respeta plenamente la verdad del orden creado, sino que también es iluminada con la luz de la nueva creación en Cristo." (Juan Pablo II al sexto grupo de obispos de Estados Unidos en su visita «ad limina Apostolorum» 30-5-98).
La verdadera revolución educativa no consiste en levantar masas contra estructuras ni estructuras contra masas, sino reside en la conversión de cada corazón a la verdad completa mediante un amor hermoso que purifica el alma, en un proceso que no termina en las ideas sino en las personas... a una Verdad única y universal, cuyo Reino que no tendrá fin.
¡Muchas gracias!

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