01 mayo 2012

JUAN PABLO MAGNO 
 Artículo publicado el 15 de enero de 2006 en el número 3 de EL VISITANTE, Periódico Católico de Puerto Rico, con edición digital: www.elvisitante.biz

Dr. Eduardo Torres Moreno
Aquel día 16 de octubre de hace 25 años, poco podíamos sospechar que las nubes de desaliento y deserción que descargaban contra la santa Iglesia Romana serían barridas por un “huracán” venido de oriente, “de un país lejano, aunque siempre vecino por la fe y la tradición cristiana”1.

Todavía hoy resuena en los oídos de nuestros contemporáneos, temerosos entonces tanto del comunismo como de la guerra nuclear, aquel grito de la misa inaugural en la Plaza de San Pedro:
No tengáis miedo de acoger a Cristo y aceptar su poder. Ayudad al Papa y a cuantos desean servir a Cristo; servid, con el poder de Cristo, a la persona humana y a toda la humanidad.
¡ No tengáis miedo! Abrid de par en par las puertas a Cristo. A su poder salvador se abren las fronteras de los Estados, de los sistemas económicos y políticos, los vastos campos de la cultura, la civilización y el desarrollo.
¡ No tengáis miedo! Cristo sabe “lo que hay dentro del hombre” (cf. Jn 2, 25). ¡Sólo Él lo sabe!”2.
Poco podíamos imaginar entonces que aquel nuevo Papa, el primer polaco, casi desconocido entre periodistas y multitudes, aquel supremo pastor que reivindicaba3 con su nombre la herencia de los Papas del Concilio Vaticano II y del reciente Papa Luciani, acabaría batiendo todas las marcas, en la Iglesia y en el mundo, hasta extremos inimaginables.
El Papa Wojtyla ha alcanzado ya, aun antes de su muerte, el calificativo de Magno, en una rara unanimidad mundial. Aun los que no están de acuerdo con sus enseñanzas, no pueden sino reconocer la magnitud de quien es ya probablemente el Hombre del siglo en cuanto Papa estelar.
Sin duda, se encuentran en la historia Papas que han sido deportistas, montañeros, esquiadores, dramaturgos, poetas, cantores, filósofos, líderes de masas, apóstoles, profesores, catequistas, contemplativos, teólogos, pastores, filólogos, políglotas, directores de almas, artistas o trabajadores manuales; lo admirable es encontrar uno que reúna todas estas cualidades a la vez y en una calidad extraordinaria, como si de un héroe se tratara: y esto es lo que sobrecoge en el caso de Juan Pablo II.
Ha batido todos los “records”: santos y beatos con los que la Iglesia del cielo anima a la de la tierra; número de obispos y cardenales nombrados, recibidos, saludados y escuchados por él; sínodos constantes en los que nunca ha faltado su presencia; sacerdotes ordenados o alentados por sus manos; presidentes, embajadores, hombres públicos o privados, siempre atendidos como hermanos; países visitados pastoralmente, cuya tierra ha besado y bendecido; Estados (tan significativos como México, Estados Unidos o Israel), que han establecido por vez primera sus relaciones diplomáticas con el Vaticano; miles y miles de kilómetros recorridos a lo largo de toda la tierra; cientos de millones de personas de toda religión, cultura, edad, raza, lengua y profesión que lo han visto, escuchado y vitoreado; millones de peregrinos en los diversos años santos; concentraciones de millones de jóvenes como nunca antes en la historia. Y todo sin dejar lo que pudiéramos llamar las ocupaciones más normales: la misa diaria concelebrada con diversos huéspedes, el gobierno de la Diócesis de Roma y la visita a todas sus parroquias; las audiencias de los miércoles y los ángelus dominicales con sus maravillosas catequesis; la recepción de grupos de peregrinos o personalidades; el despacho diario con los responsables del gobierno de la Iglesia; la visita a todas las regiones de Italia; la celebración de todos los sacramentos en su Sede vaticana. Incluso, ha tenido tiempo para muchas anécdotas: contestar preguntas a periodistas, como el “bestseller” Cruzando el umbral de la esperanza; caminar por la montaña, o esquiar con un presidente, ateo, pero amigo, de la República italiana.
Todas las categorías resultan insuficientes: Papa de los jóvenes, de la familia, de los ancianos, de los niños, de la mujer, de la colegialidad episcopal, del ecumenismo, de la paz. Como dicen los obispos españoles:
Es imposible resumir en pocas palabras lo que el pontificado de Juan Pablo II significa para la Iglesia y para el mundo. Él sufrió bien pronto en su propia carne las heridas de la irracional violencia que azota al mundo de hoy. Pero Dios ha querido que su pontificado sea uno de los más largos de la milenaria historia de la Iglesia, el tercero después del de San Pedro. Así ha podido realizar su sueño de acompañar a la Iglesia en el paso del segundo milenio cristiano al tercero, en un cambio de siglo en el que se nos ha dado celebrar, con el mismo Papa y bajo su impulso, el gran Jubileo de la Encarnación de Jesucristo, el Hijo de Dios, en el año 2000. El Santo Padre, con su enseñanza y con su ejemplo, nos ha ayudado a poner con fe, esperanza y amor nuestra mirada y nuestro corazón en Jesucristo, el Redentor del hombre, y en el Padre de las misericordias, y en el Espíritu Santo vivificador, Dios único y verdadero”4.
Es tan enorme su personalidad humana y cristiana que se nos hace un Papa de imposible clasificación, aun acudiendo a los contrastes. Se le ha llamado el Papa polaco, pero por más fiel a su patria y más comprometido con su historia y su cultura nacional que se le vea, no se encontrará un polaco más universal e incluso un Papa más romano, como atestigua el número de parroquias personalmente visitadas o la devoción que le profesan sus diocesanos. Se le ha llamado Restaurador de la fe, lo cual nunca está de más en un Sucesor de Pedro, pero por más ortodoxia que se busque en sus documentos, ningún pastor de la Iglesia ni de otras confesiones ha ido más lejos en su paciencia y capacidad de diálogo o en sus propuestas de renovación teológica, aplicación litúrgica o búsqueda de encuentro ecuménico.
Se le quiere tipificar como Líder carismático, pero por más hechizo que revista su palabra o electricidad de masas que provoquen sus gestos, pocos filósofos o teólogos contemporáneos se le pueden comparar en la amplitud y hondura de conocimientos filosóficos y teológicos, y desde luego ningún filósofo contemporáneo le gana en teología, como ningún teólogo en filosofía. Se dice en los periódicos que es tradicional o conservador en la moral familiar y religiosa mientras sería progresista en lo social y político, pero su propuesta moral es orgánicamente indivisible y goza tanto de sólida base en la tradición cristiana como de atrayente forma para los jóvenes que lo buscan.
Ha sido un Papa verdaderamente moderno tanto por su formación fenomenológica como por sus cercanía pastoral a los problemas reales de sus fieles, pero quizá no sean tan modernos los que lo critican desde sus atalayas volterianas o clericales, sin rozarse con el pueblo. Juan Pablo II ha penetrado todos los aspectos obscuros del siglo 20, desde el nazismo al comunismo, del racismo al utilitarismo más burdo, para ser no un profeta de calamidades sino, el Moisés del siglo 21.
A lo largo de más de 26 años, el timonel de la barca de Pedro, la ha guiado con un magisterio que abarca todos los puntos del saber teológico y con un gobierno que ha afrontado siempre los problemas actuales con apertura, serenidad y autoridad evangélica. Con sus más de 100 viajes apostólicos internacionales, la Sombra de Pedro (cf Act 5, 15) ha recorrido todos los rincones de la tierra para proyectar su poder curativo especialmente sobre los enfermos, desprotegidos y necesitados. Pero es sobre todo su propio testimonio de vida, robusto y enterizo, el que ha acabado asombrando al mundo. Impresiona la actitud mística de su oración, el rigor mistérico de su liturgia, la fuerza de su palabra rebosante del Espíritu de Dios; pero no menos el calor de su cercanía, la ternura con los ancianos, los enfermos y los niños, el estar en los detalles, la perspicacia para descubrir lo oculto, la empatía con hombres de todas las culturas, el realismo de sus programas. Si queremos entender de alguna manera este gigante del espíritu, debemos contemplarlo desde sus propias convicciones. No sirven de nada categorías políticas nacidas en la revolución jacobina como derechas o izquierdas o categorías desgastadas y vacías como conservador o progresista. Pueden muy bien, en cambio, servirnos como claves de comprensión tres pasiones evidentes en Juan Pablo II a partir tanto de sus dichos y gestos como de sus hechos: su pasión por el hombre, su pasión por la Virgen Madre y su pasión por Jesucristo.
Karol Wojtyla ha sido siempre un apasionado de la causa del hombre:
Karol Wojtyla quedó convencido desde la Segunda Guerra Mundial de que la crisis de la civilización mundial que había convertido el siglo 20 en un matadero era una crisis del humanismo, una crisis causada por ideas desesperadamente erróneas sobre la persona humana, sus orígenes, su historia y su destino. Wojtyla era íntimo amigo del teólogo francés del ressourcement Henri de Lubac, s.j., y coincidía con su razonamiento de que el “drama del humanismo ateo” había conducido, inexorablemente, al Gulag, a Auschwitz y al debilitante utilitarismo que reduce a los seres humanos a materiales que otros manipulan. Una vez reconocido esto, la tarea cultural de la Iglesia era ayudar a rescatar el proyecto humanista, proponiendo una alternativa al humanismo ateo: el humanismo cristiano, basado en la convicción de que Jesucristo revela tanto la faz del Padre misericordioso como el verdadero significado de nuestras vidas. Y eso, propuso Wojtyla, es sobre lo que debería tratar el Concilio Vaticano II. Y eso es sobre lo que ha tratado el pontificado de Juan Pablo II”5.
En efecto, visto desde la meta ya alcanzada, su pontificado se puede definir como el que ha hecho de la dignidad de cada ser humano el camino de la Iglesia6. Personalmente, el Papa ha dejado su vida proclamando contra viento y marea, por todos los foros del mundo:
la defensa de la vida, de la libertad, de la concordia y la paz; la atención caritativa a los más necesitados de cualquier raza y religión para el desarrollo de todos los pueblos y la invitación constante a cuidar de la creación (...).
El mensaje de Juan Pablo II, propuesto siempre sin imposición ni injerencia alguna, sino con el valor profético y explícito del Evangelio y de la doctrina moral y social de la Iglesia que de él se deduce, ha llegado a contribuir de modo decisivo a la más justa configuración social de muchos países.
El diálogo ecuménico con otras confesiones cristianas, lleno de respeto y de amor a cada persona y simultáneamente a la verdad, ha promovido una mayor cercanía, que prepara los caminos de la unidad. Lo mismo se puede decir del diálogo interreligioso, del que la convocatoria en Asís de los líderes de todas las religiones del mundo en 1986, constituye un ejemplo de gran relieve histórico.”7.
Que esto no es algo casual, sino que estaba previsto así, lo podemos constatar releyendo su Encíclica programática Redemptor hominis:
El hombre actual parece estar siempre amenazado por lo que produce, es decir, por el resultado del trabajo de sus manos y más aún por el trabajo de su entendimiento, de las tendencias de su voluntad. (...) El progreso de la técnica y el desarrollo de la civilización de nuestro tiempo, que está marcado por el dominio de la técnica, -exigen un desarrollo proporcional de la moral y de la ética. (...) ¿Crecen de veras en los hombres, entre los hombres, el amor social, el respeto de los derechos de los demás -para todo hombre, nación o pueblo-, o por el contrario crecen los egoísmos de varias dimensiones, los nacionalismos exagerados en lugar del auténtico amor a la patria, y también la tendencia a dominar a los otros más allá de los propios derechos y méritos legítimos, y la tendencia a explotar todo el progreso material y técnico-productivo exclusivamente con finalidad de dominar sobre los demás o en favor de tal o cual imperialismo?”8.
Su pasión por la Madre Virgen, que al mismo tiempo e indisolublemente es María y es la Iglesia, queda plasmada no sólo en sus oraciones, homilías y actitudes, sino en su propio escudo y lema episcopal, donde campea el anagrama de María y el lema monfortiano de la perenne esclavitud espiritual, Totus tuus ego sum, et omnia mea Tua. Este anagrama, y el lema Tuyo por entero (Totus tuus), mucho más que una proyección psicológica propia de huérfano –como cruelmente ha insinuado algún aspirante clerical a psicoanalista barato-, revelan la profunda devoción a la Virgen santísima del Papa Wojtyla: devoción acendrada desde su juventud, cimentada en la mejor teología e incorporada orgánicamente en su recia propuesta de renovación cristiana. Esta espiritualidad mariana eclesiológica no es sólo una devoción, es una clave tanto de su pensamiento como de su proyecto pastoral y se concreta en proponer a los cristianos de hoy una santidad que es más fruto del Espíritu de Dios que sólo de la voluntad humana, una Iglesia que debe ser mucho más carismática –mariana- y no sólo jerárquica -petrina-, un mundo que debe convertirse al genio femenino.
Estos principios operativos son los que dan impulso al diálogo ecuménico e interreligiosos, a la aplicación del Concilio Vaticano II y a la revalorización de los santos como testigos de la nueva evangelización. Una Iglesia más mariana tendrá que ser más ecuménica, ya que María es Madre de la unidad, como tendrá que ser más carismática una Iglesia que quiera imitar a la Llena de Gracia, a la Mujer desposada por el Espíritu de Dios. Más carismática quiere decir celosa para recoger para acoger los dones de Dios como el último concilio y los innumerables frutos actuales de santidad. Es lo que se ha realizado, según los obispos españoles, en este pontificado:
La aplicación del Concilio Vaticano II, el gran don que el Espíritu Santo ha concedido a su Iglesia en el siglo 20, como un “nuevo adviento”, de modo particular a través de las distintas asambleas del Sínodo de los Obispos que él ha presidido personalmente, ha sido y es una de las tareas más relevantes del Papa, plasmada no sólo en la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, sino también en la renovación legislativa desde la mirada teológica y pastoral de su misión.
Al proclamar tantos santos y beatos, (...), tantos mártires del siglo 20 de todas partes del mundo, Juan Pablo II nos ha recordado (...) que la santidad es posible para todos y que es necesario aspirar a ella con determinación por los distintos caminos de seguimiento del Señor en la fidelidad a las diversas vocaciones y misiones que enriquecen a la Iglesia”9.
Así, María como Icono y Madre de la Iglesia –mosaico con el que completó la Plaza de San Pedro- es la propuesta encarnada de la Nueva evangelización, de un mundo que debe valorar más las personas que las cosas, el espíritu que la materia, la calidad más que la cantidad, el ser más que el tener. Y esta propuesta, forjada en contraste con el nazismo y el marxismo, sistemas estatalistas ateos de alineación humana, aporta al hombre contemporáneo lo que más está buscando y necesitando: la esperanza. De ahí su propuesta pastoral:
El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experi-menta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por esto precisamente,(…) el hombre que quiere compren-derse hasta el fondo a sí mismo -no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes- debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe “apropiarse” y asimilar toda la realidad de la encarnación y de la redención para encontrarse a sí mismo. Si se realiza en él este hondo proceso, entonces él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo. ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha “merecido tener tan grande Redentor”, si Dios ha dado a su Hijo, a fin que él, el hombre, “no muera sino que tenga la vida eterna”!. En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo. Este estupor justifica la misión de la Iglesia en el mundo, incluso, y quizá aún más, en el mundo contemporáneo”10.
En cuanto a su pasión por Jesucristo, queda expresada por su saludo habitual y su despedida: ¡Alabado sea Jesucristo!. Como nos explica en Redemptor hominis:
El, Hijo de Dios vivo, habla a los hombres también como Hombre: es su misma -vida la que habla, su humanidad, su fidelidad a la verdad, su amor que abarca a todos. Habla además su muerte en la cruz, esto es, la insondable profundidad de su sufrimiento y de su abandono. La Iglesia no cesa jamás de revivir su muerte en la cruz y su resu-rrección que constituyen el contenido de la vida cotidiana de la Iglesia. En efecto, por mandato del mismo Cristo, su Maestro, la Iglesia celebra incesantemente la Eucaristía, encontrando en ella la “fuente de la vida y de la santidad”, el signo eficaz de la gracia y de la reconciliación con Dios, la prenda de la vida eterna. La Iglesia vive su misterio, lo alcanza sin cansarse nunca y busca continuamente los caminos para acercar este misterio de su Maestro y Señor al género humano: a los pueblos, a las nacio-nes, a las generaciones que se van sucediendo, a todo hombre en particu-lar, como si repitiese siempre, a ejemplo del Apóstol, que nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado. La Iglesia permanece en la esfera del miste-rio de la Redención, que ha llegado a ser precisamente el princi-pio fundamental de su vida y de su misión”11.
El Papa fue, desde joven un creyente en las palabras, y sobre todo, un enamorado de la palabra. No sólo comenzó, antes de estallar la guerra, Filología polaca como su elección universitaria, sino que precisamente a través del teatro se propuso colaborar con la resistencia al injusto ocupante de la patria, convencido de la superioridad estratégica de la palabra viva sobre las armas. Creyendo en la fuerza transformadora de las palabras pronunciadas en nombre de Cristo, en la Plaza de Varsovia en 1979, se encaminó, como un nuevo David ante Goliat, a desafiar el muro comunista de vergüenza que dividía el mundo.
Creyendo así en la fuerza de la verdad con la lógica del perdón más que en la fuerza del poder con la lógica del sometimiento, ha caminado como Peregrino de la paz entre oriente y occidente, entre palestinos y judíos, entre argentinos e ingleses, entre griegos y turcos, entre protestantes y católicos, entre croatas y servios, entre árabes y americanos, entre el norte y el sur, a lo largo de un mundo globalizado en la injusticia y la guerra. Está convencido que es Cristo la verdadera Palabra, la única Palabra de Dios al hombre, como es la Iglesia santa la única Palabra verdadera del hombre a Dios.
Es más, con serenidad y alegría Juan Pablo II ha llevado consigo, en su carne y en su vida, la misteriosa presencia de la Cruz gloriosa del Señor. Difícilmente se encuentran hombres que puedan sobrellevar sufrimientos tan objetivos y graves como la orfandad (a los 8 años perdió a su madre, a los 12 su único hermano y a los 21 a su padre), la soledad, la persecución política, la enfermedad crónica, el hambre, la guerra, la difamación, el insulto, la conjura en su contra, la lucha desesperada contra sistemas oprobiosos e inhumanos, los atentados mortales. Si es difícil encontrar hombres con esta capacidad de sufrimiento, es aún más difícil que el peso de estas tragedias no haya hundido a este hombre, comprensiblemente, en la depresión, en la enfermedad o lo haya llevado incluso a la muerte. Pero es sencillamente divino, que en un hombre que ha sufrido así, hasta el martirio, y que además ha cargado sobre sus hombros el peso de toda la Iglesia y los dolores de toda la humanidad, podamos encontrar la sonrisa de un niño, el buen humor de un amigo, el calor de un hermano, el corazón de un padre y la misericordia de Dios. Todo esto no sólo es sobrehumano, sino que es estrictamente divino: es un Regalo de Dios para un siglo torturado por el fracaso humanista de las ideologías. Y este regalo ha sido posible porque, desde niño, Karol se fue forjando al calor de la Divina Misericordia (devoción promovida por Santa Faustina Kowalska) que es “quien revela al hombre el propio Hombre”. De hecho, si rastreamos entre sus escritos una frase favorita, probablemente sea esta:
Cristo, Redentor del mundo, es Aquel que ha penetrado, de modo único e irrepetible, en el misterio del hombre y ha entrado en su “corazón”. Justamente, pues, enseña el Concilio Vaticano II: “En realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Rom 5, 14), es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”12.
Y por eso la tarea de la Iglesia no es otra que:
ayudar a todo hombre para que se encuentre a sí mismo en Él [Cristo], ayudar a las generaciones contemporá-neas de nuestros hermanos y hermanas, pueblos, naciones, estados, humanidad, países en vías de desarrollo y países de la opulencia, a todos en definitiva, a conocer las “insondables riquezas de Cristo”, porque éstas son todo hombre y constituyen el bien de cada uno”13.
En conclusión, si todas las categorías resultan pobres para clasificar la estatura de este gigante del espíritu, probablemente será porque su persona ha supuesto la presencia de un misterio y de un don para la humanidad del nuevo milenio. El secreto inefable de la recia personalidad del Papa Juan Pablo Magno, sirviéndonos precisamente de su propio escudo y lema, (una cruz, el anagrama de María y un lema: Totus tuus), se desvela en una síntesis comprensiva que podemos resumir en un título, el título de uno de sus libros: Signo de contradicción. Como Cristo, Luz de las gentes, estaba destinado Juan Pablo II a ser, para los humildes de la tierra, otrora “famélica legión”, el Sembrador de esperanza en los campos de un mundo enajenado por la Sospecha y el Maestro de certeza entre los Ministros de la complicación, y esto mientras era levantado en lo alto de todas las picotas por los Profesionales de la manipulación. Y por ser Signo de contradicción puede ser Testigo de esperanza14, quien ha vencido el miedo con la fuerza imparable del amor misericordioso. Ha realizado en su existencia la misma transformación de la Cruz en Luz que se opera simbólicamente en la liturgia del Triduo pascual.
Como María estuvo firme al pie de la cruz, el Papa mártir, traspasado su seno por las balas, ha seguido abrazado al ministerio que el Padre le encomendó el día de Santa Eduviges de 1978, mientras resonaba por las plazas la misma antigua tentación que tuvo que escuchar su Maestro: ¡Baja ahora de la Cruz, para que todos lo veamos, y creamos en ti! (Cf Mc 15, 30-32). Y conmovido, el mundo ha recibido su mejor “encíclica”, escrita con su propia sangre, sobre el valor salvífico del dolor y sobre el Evangelio de la vida: su impresionante serenidad y alegría ante la muerte, cuando le llamó el Señor el primer sábado de abril (Promesa del Inmaculado Corazón), en las primeras vísperas del Domingo solemne de la Divina Misericordia. Las palabras que expresamente escribió antes de su agonía pueden servirnos de “testamento”:
Resuena también hoy el gozoso Aleluya de Pascua. La pagina del Evangelio de hoy de Juan subraya que el Resucitado, la noche de ese día, se apareció a los apóstoles y «les mostró las manos y el costado» (Juan 20, 20), es decir, los signos de la dolorosa pasión impresos de manera indeleble en su cuerpo también después de la resurrección. Aquellas llagas gloriosas, que ocho días después hizo tocar al incrédulo Tomás, revelan la misericordia de Dios que «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Juan 3, 16). Este misterio de amor está en el corazón de la liturgia de hoy, domingo «in Albis», dedicado al culto de la Divina Misericordia.
A la humanidad, que en ocasiones parece como perdida y dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado le ofrece como don su amor que perdona, reconcilia y vuelve a abrir el espíritu a la esperanza. El amor convierte los corazones y da la paz. ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de comprender y acoger la Divina Misericordia!
Señor, que con la muerte y la resurrección revelas el amor del Padre, nosotros creemos en ti y con confianza te repetimos hoy: Jesús, confío en ti, ten misericordia de nosotros y del mundo entero”15.
(El autor es el anterior Director del Instituto de Doctrina Social de la Iglesia. Actualmente, se desempeña como profesor de la Pontificia Universidad Católica de Puerto RIco.)
Notas:
1 Juan Pablo II (16.X.78) Bendición urbi et orbi. La biografía más completa y recomendable de Juan Pablo II sigue siendo la de G Weigel (1999) Testigo de esperanza, aunque haya bastantes erratas, y omisiones o aspectos discutibles.
2 Juan Pablo II (22.X.78) Homilía inaugural.
3 “He escogido los mismos nombres que había escogido mi amadí-simo predecesor Juan Pablo I. En efecto, ya el día 26 de agosto de 1978, cuando él declaró al Sacro Colegio que quería llamarse Juan Pablo -un binomio de este género no tenía precedentes en la historia del Papado- divisé en ello un auspicio elocuente de la gracia para el nuevo pontificado. Dado que aquel pontificado duró apenas 33 días, me toca a mí no sólo continuarlo sino también, en cierto modo, asumirlo desde su mismo punto de partida. Esto precisamente quedó corroborado por mi elección de aquellos dos nombres. Con esta elección, siguiendo el ejemplo de mi venerado predecesor, deseo al igual que él expresar mi amor por la singular herencia dejada a la Iglesia por los Pontífices Juan 20III y Pablo VI y al mismo tiempo mi personal disponibilidad para desarrollarla con la ayuda de Dios.” Juan Pablo II (1979) Carta enc. Redemptor hominis, 2.
4 Comisión Permanente del Episcopado español (25.IX.03) Nota en el 20V aniversario de la elección de Juan Pablo II
5 Weigel, G (2002) El coraje de ser católico, Barcelona 2003: 209.
6 Cf Juan Pablo II (1979) Carta enc. Redemptor hominis, 14.
7 Comisión Permanente del Episcopado español (25.IX.03) Nota en el 20V aniversario de la elección de Juan Pablo II
8 Juan Pablo II (1979) Carta enc. Redemptor hominis, 15.
9 Comisión Permanente del Episcopado español (25.IX.03) Nota en el 20V aniversario de la elección de Juan Pablo II
10 Juan Pablo II (1979) Carta enc. Redemptor hominis, 10.
11 Juan Pablo II (1979) Carta enc. Redemptor hominis, 7.
12 Juan Pablo II (1979) Carta enc. Redemptor hominis, 8.
13 Juan Pablo II (1979) Carta enc. Redemptor hominis, 11.
14 Juan Pablo II (5 X 1995) Discurso en la ONU.
15 Juan Pablo II (3 IV 2005) Regina coeli, póstumo.

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