JUAN PABLO MAGNO
Artículo publicado el 15 de enero de 2006 en el número 3 de EL VISITANTE, Periódico Católico de Puerto Rico, con edición digital: www.elvisitante.biz
Dr. Eduardo Torres Moreno
Artículo publicado el 15 de enero de 2006 en el número 3 de EL VISITANTE, Periódico Católico de Puerto Rico, con edición digital: www.elvisitante.biz
Dr. Eduardo Torres Moreno
Aquel
día 16 de octubre de hace 25 años, poco podíamos sospechar que las
nubes de desaliento y deserción que descargaban contra la santa
Iglesia Romana serían barridas por un “huracán” venido de
oriente, “de un país lejano, aunque siempre vecino por la fe y la
tradición cristiana”1.
Todavía hoy resuena en los oídos de nuestros contemporáneos, temerosos entonces tanto del comunismo como de la guerra nuclear, aquel grito de la misa inaugural en la Plaza de San Pedro:
“ No
tengáis miedo de acoger a Cristo y aceptar su poder. Ayudad al Papa
y a cuantos desean servir a Cristo; servid, con el poder de Cristo, a
la persona humana y a toda la humanidad.
¡
No tengáis miedo! Abrid de par en par las puertas a Cristo. A su
poder salvador se abren las fronteras de los Estados, de los sistemas
económicos y políticos, los vastos campos de la cultura, la
civilización y el desarrollo.
Poco
podíamos imaginar entonces que aquel nuevo Papa, el primer polaco,
casi desconocido entre periodistas y multitudes, aquel supremo pastor
que reivindicaba3
con su nombre la herencia de los Papas del Concilio Vaticano II y del
reciente Papa Luciani, acabaría batiendo todas las marcas, en la
Iglesia y en el mundo, hasta extremos inimaginables.
El
Papa Wojtyla ha alcanzado ya, aun antes de su muerte, el calificativo
de Magno, en una rara unanimidad mundial. Aun los que no están de
acuerdo con sus enseñanzas, no pueden sino reconocer la magnitud de
quien es ya probablemente el Hombre del siglo en cuanto Papa estelar.
Sin
duda, se encuentran en la historia Papas que han sido deportistas,
montañeros, esquiadores, dramaturgos, poetas, cantores, filósofos,
líderes de masas, apóstoles, profesores, catequistas,
contemplativos, teólogos, pastores, filólogos, políglotas,
directores de almas, artistas o trabajadores manuales; lo admirable
es encontrar uno que reúna todas estas cualidades a la vez y en una
calidad extraordinaria, como si de un héroe se tratara: y esto es lo
que sobrecoge en el caso de Juan Pablo II.
Ha
batido todos los “records”: santos y beatos con los que la
Iglesia del cielo anima a la de la tierra; número de obispos y
cardenales nombrados, recibidos, saludados y escuchados por él;
sínodos constantes en los que nunca ha faltado su presencia;
sacerdotes ordenados o alentados por sus manos; presidentes,
embajadores, hombres públicos o privados, siempre atendidos como
hermanos; países visitados pastoralmente, cuya tierra ha besado y
bendecido; Estados (tan significativos como México, Estados Unidos o
Israel), que han establecido por vez primera sus relaciones
diplomáticas con el Vaticano; miles y miles de kilómetros
recorridos a lo largo de toda la tierra; cientos de millones de
personas de toda religión, cultura, edad, raza, lengua y profesión
que lo han visto, escuchado y vitoreado; millones de peregrinos en
los diversos años santos; concentraciones de millones de jóvenes
como nunca antes en la historia. Y todo sin dejar lo que pudiéramos
llamar las ocupaciones más normales: la misa diaria concelebrada con
diversos huéspedes, el gobierno de la Diócesis de Roma y la visita
a todas sus parroquias; las audiencias de los miércoles y los
ángelus dominicales con sus maravillosas catequesis; la recepción
de grupos de peregrinos o personalidades; el despacho diario con los
responsables del gobierno de la Iglesia; la visita a todas las
regiones de Italia; la celebración de todos los sacramentos en su
Sede vaticana. Incluso, ha tenido tiempo para muchas anécdotas:
contestar preguntas a periodistas, como el “bestseller” Cruzando
el umbral de la esperanza; caminar por la montaña, o esquiar con un
presidente, ateo, pero amigo, de la República italiana.
Todas
las categorías resultan insuficientes: Papa de los jóvenes, de la
familia, de los ancianos, de los niños, de la mujer, de la
colegialidad episcopal, del ecumenismo, de la paz. Como dicen los
obispos españoles:
” Es
imposible resumir en pocas palabras lo que el pontificado de Juan
Pablo II significa para la Iglesia y para el mundo. Él sufrió bien
pronto en su propia carne las heridas de la irracional violencia que
azota al mundo de hoy. Pero Dios ha querido que su pontificado sea
uno de los más largos de la milenaria historia de la Iglesia, el
tercero después del de San Pedro. Así ha podido realizar su sueño
de acompañar a la Iglesia en el paso del segundo milenio cristiano
al tercero, en un cambio de siglo en el que se nos ha dado celebrar,
con el mismo Papa y bajo su impulso, el gran Jubileo de la
Encarnación de Jesucristo, el Hijo de Dios, en el año 2000. El
Santo Padre, con su enseñanza y con su ejemplo, nos ha ayudado a
poner con fe, esperanza y amor nuestra mirada y nuestro corazón en
Jesucristo, el Redentor del hombre, y en el Padre de las
misericordias, y en el Espíritu Santo vivificador, Dios único y
verdadero”4.
Es
tan enorme su personalidad humana y cristiana que se nos hace un Papa
de imposible clasificación, aun acudiendo a los contrastes. Se le ha
llamado el Papa polaco, pero por más fiel a su patria y más
comprometido con su historia y su cultura nacional que se le vea, no
se encontrará un polaco más universal e incluso un Papa más
romano, como atestigua el número de parroquias personalmente
visitadas o la devoción que le profesan sus diocesanos. Se le ha
llamado Restaurador de la fe, lo cual nunca está de más en un
Sucesor de Pedro, pero por más ortodoxia que se busque en sus
documentos, ningún pastor de la Iglesia ni de otras confesiones ha
ido más lejos en su paciencia y capacidad de diálogo o en sus
propuestas de renovación teológica, aplicación litúrgica o
búsqueda de encuentro ecuménico.
Se
le quiere tipificar como Líder carismático, pero por más hechizo
que revista su palabra o electricidad de masas que provoquen sus
gestos, pocos filósofos o teólogos contemporáneos se le pueden
comparar en la amplitud y hondura de conocimientos filosóficos y
teológicos, y desde luego ningún filósofo contemporáneo le gana
en teología, como ningún teólogo en filosofía. Se dice en los
periódicos que es tradicional o conservador en la moral familiar y
religiosa mientras sería progresista en lo social y político, pero
su propuesta moral es orgánicamente indivisible y goza tanto de
sólida base en la tradición cristiana como de atrayente forma para
los jóvenes que lo buscan.
Ha
sido un Papa verdaderamente moderno tanto por su formación
fenomenológica como por sus cercanía pastoral a los problemas
reales de sus fieles, pero quizá no sean tan modernos los que lo
critican desde sus atalayas volterianas o clericales, sin rozarse con
el pueblo. Juan Pablo II ha penetrado todos los aspectos obscuros del
siglo 20, desde el nazismo al comunismo, del racismo al utilitarismo
más burdo, para ser no un profeta de calamidades sino, el Moisés
del siglo 21.
A
lo largo de más de 26 años, el timonel de la barca de Pedro, la ha
guiado con un magisterio que abarca todos los puntos del saber
teológico y con un gobierno que ha afrontado siempre los problemas
actuales con apertura, serenidad y autoridad evangélica. Con sus más
de 100 viajes apostólicos internacionales, la Sombra de Pedro (cf
Act 5, 15) ha recorrido todos los rincones de la tierra para
proyectar su poder curativo especialmente sobre los enfermos,
desprotegidos y necesitados. Pero es sobre todo su propio testimonio
de vida, robusto y enterizo, el que ha acabado asombrando al mundo.
Impresiona la actitud mística de su oración, el rigor mistérico de
su liturgia, la fuerza de su palabra rebosante del Espíritu de Dios;
pero no menos el calor de su cercanía, la ternura con los ancianos,
los enfermos y los niños, el estar en los detalles, la perspicacia
para descubrir lo oculto, la empatía con hombres de todas las
culturas, el realismo de sus programas. Si queremos entender de
alguna manera este gigante del espíritu, debemos contemplarlo desde
sus propias convicciones. No sirven de nada categorías políticas
nacidas en la revolución jacobina como derechas o izquierdas o
categorías desgastadas y vacías como conservador o progresista.
Pueden muy bien, en cambio, servirnos como claves de comprensión
tres pasiones evidentes en Juan Pablo II a partir tanto de sus dichos
y gestos como de sus hechos: su pasión por el hombre, su pasión por
la Virgen Madre y su pasión por Jesucristo.
Karol
Wojtyla ha sido siempre un apasionado de la causa del hombre:
“ Karol
Wojtyla quedó convencido desde la Segunda Guerra Mundial de que la
crisis de la civilización mundial que había convertido el siglo 20
en un matadero era una crisis del humanismo, una crisis causada por
ideas desesperadamente erróneas sobre la persona humana, sus
orígenes, su historia y su destino. Wojtyla era íntimo amigo del
teólogo francés del ressourcement Henri de Lubac, s.j., y coincidía
con su razonamiento de que el “drama del humanismo ateo” había
conducido, inexorablemente, al Gulag, a Auschwitz y al debilitante
utilitarismo que reduce a los seres humanos a materiales que otros
manipulan. Una vez reconocido esto, la tarea cultural de la Iglesia
era ayudar a rescatar el proyecto humanista, proponiendo una
alternativa al humanismo ateo: el humanismo cristiano, basado en la
convicción de que Jesucristo revela tanto la faz del Padre
misericordioso como el verdadero significado de nuestras vidas. Y
eso, propuso Wojtyla, es sobre lo que debería tratar el Concilio
Vaticano II. Y eso es sobre lo que ha tratado el pontificado de Juan
Pablo II”5.
En
efecto, visto desde la meta ya alcanzada, su pontificado se puede
definir como el que ha hecho de la dignidad de cada ser humano el
camino de la Iglesia6.
Personalmente, el Papa ha dejado su vida proclamando contra viento y
marea, por todos los foros del mundo:
“ la
defensa de la vida, de la libertad, de la concordia y la paz; la
atención caritativa a los más necesitados de cualquier raza y
religión para el desarrollo de todos los pueblos y la invitación
constante a cuidar de la creación (...).
El
mensaje de Juan Pablo II, propuesto siempre sin imposición ni
injerencia alguna, sino con el valor profético y explícito del
Evangelio y de la doctrina moral y social de la Iglesia que de él se
deduce, ha llegado a contribuir de modo decisivo a la más justa
configuración social de muchos países.
El
diálogo ecuménico con otras confesiones cristianas, lleno de
respeto y de amor a cada persona y simultáneamente a la verdad, ha
promovido una mayor cercanía, que prepara los caminos de la unidad.
Lo mismo se puede decir del diálogo interreligioso, del que la
convocatoria en Asís de los líderes de todas las religiones del
mundo en 1986, constituye un ejemplo de gran relieve histórico.”7.
Que
esto no es algo casual, sino que estaba previsto así, lo podemos
constatar releyendo su Encíclica programática Redemptor hominis:
“ El
hombre actual parece estar siempre amenazado por lo que produce, es
decir, por el resultado del trabajo de sus manos y más aún por el
trabajo de su entendimiento, de las tendencias de su voluntad. (...)
El progreso de la técnica y el desarrollo de la civilización de
nuestro tiempo, que está marcado por el dominio de la técnica,
-exigen un desarrollo proporcional de la moral y de la ética. (...)
¿Crecen de veras en los hombres, entre los hombres, el amor social,
el respeto de los derechos de los demás -para todo hombre, nación o
pueblo-, o por el contrario crecen los egoísmos de varias
dimensiones, los nacionalismos exagerados en lugar del auténtico
amor a la patria, y también la tendencia a dominar a los otros más
allá de los propios derechos y méritos legítimos, y la tendencia a
explotar todo el progreso material y técnico-productivo
exclusivamente con finalidad de dominar sobre los demás o en favor
de tal o cual imperialismo?”8.
Su
pasión por la Madre Virgen, que al mismo tiempo e indisolublemente
es María y es la Iglesia, queda plasmada no sólo en sus oraciones,
homilías y actitudes, sino en su propio escudo y lema episcopal,
donde campea el anagrama de María y el lema monfortiano de la
perenne esclavitud espiritual, Totus tuus ego sum, et omnia mea Tua.
Este anagrama, y el lema Tuyo por entero (Totus tuus), mucho más que
una proyección psicológica propia de huérfano –como cruelmente
ha insinuado algún aspirante clerical a psicoanalista barato-,
revelan la profunda devoción a la Virgen santísima del Papa
Wojtyla: devoción acendrada desde su juventud, cimentada en la mejor
teología e incorporada orgánicamente en su recia propuesta de
renovación cristiana. Esta espiritualidad mariana eclesiológica no
es sólo una devoción, es una clave tanto de su pensamiento como de
su proyecto pastoral y se concreta en proponer a los cristianos de
hoy una santidad que es más fruto del Espíritu de Dios que sólo de
la voluntad humana, una Iglesia que debe ser mucho más carismática
–mariana- y no sólo jerárquica -petrina-, un mundo que debe
convertirse al genio femenino.
Estos
principios operativos son los que dan impulso al diálogo ecuménico
e interreligiosos, a la aplicación del Concilio Vaticano II y a la
revalorización de los santos como testigos de la nueva
evangelización. Una Iglesia más mariana tendrá que ser más
ecuménica, ya que María es Madre de la unidad, como tendrá que ser
más carismática una Iglesia que quiera imitar a la Llena de Gracia,
a la Mujer desposada por el Espíritu de Dios. Más carismática
quiere decir celosa para recoger para acoger los dones de Dios como
el último concilio y los innumerables frutos actuales de santidad.
Es lo que se ha realizado, según los obispos españoles, en este
pontificado:
“ La
aplicación del Concilio Vaticano II, el gran don que el Espíritu
Santo ha concedido a su Iglesia en el siglo 20, como un “nuevo
adviento”, de modo particular a través de las distintas asambleas
del Sínodo de los Obispos que él ha presidido personalmente, ha
sido y es una de las tareas más relevantes del Papa, plasmada no
sólo en la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, sino
también en la renovación legislativa desde la mirada teológica y
pastoral de su misión.
Al
proclamar tantos santos y beatos, (...), tantos mártires del siglo
20 de todas partes del mundo, Juan Pablo II nos ha recordado (...)
que la santidad es posible para todos y que es necesario aspirar a
ella con determinación por los distintos caminos de seguimiento del
Señor en la fidelidad a las diversas vocaciones y misiones que
enriquecen a la Iglesia”9.
Así,
María como Icono y Madre de la Iglesia –mosaico con el que
completó la Plaza de San Pedro- es la propuesta encarnada de la
Nueva evangelización, de un mundo que debe valorar más las personas
que las cosas, el espíritu que la materia, la calidad más que la
cantidad, el ser más que el tener. Y esta propuesta, forjada en
contraste con el nazismo y el marxismo, sistemas estatalistas ateos
de alineación humana, aporta al hombre contemporáneo lo que más
está buscando y necesitando: la esperanza. De ahí su propuesta
pastoral:
“ El
hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser
incomprensible, su vida está privada de sentido si no se revela el
amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experi-menta y lo hace
propio, si no participa en él vivamente. Por esto precisamente,(…)
el hombre que quiere compren-derse hasta el fondo a sí mismo -no
solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos,
parciales, a veces superficiales e incluso aparentes- debe, con su
inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad,
con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo
así, entrar en Él con todo su ser, debe “apropiarse” y asimilar
toda la realidad de la encarnación y de la redención para
encontrarse a sí mismo. Si se realiza en él este hondo proceso,
entonces él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también
de profunda maravilla de sí mismo. ¡Qué valor debe tener el hombre
a los ojos del Creador, si ha “merecido tener tan grande Redentor”,
si Dios ha dado a su Hijo, a fin que él, el hombre, “no muera sino
que tenga la vida eterna”!. En realidad, ese profundo estupor
respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es
decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo. Este estupor
justifica la misión de la Iglesia en el mundo, incluso, y quizá aún
más, en el mundo contemporáneo”10.
En
cuanto a su pasión por Jesucristo, queda expresada por su saludo
habitual y su despedida: ¡Alabado sea Jesucristo!. Como nos explica
en Redemptor hominis:
“ El,
Hijo de Dios vivo, habla a los hombres también como Hombre: es su
misma -vida la que habla, su humanidad, su fidelidad a la verdad, su
amor que abarca a todos. Habla además su muerte en la cruz, esto es,
la insondable profundidad de su sufrimiento y de su abandono. La
Iglesia no cesa jamás de revivir su muerte en la cruz y su
resu-rrección que constituyen el contenido de la vida cotidiana de
la Iglesia. En efecto, por mandato del mismo Cristo, su Maestro, la
Iglesia celebra incesantemente la Eucaristía, encontrando en ella la
“fuente de la vida y de la santidad”, el signo eficaz de la
gracia y de la reconciliación con Dios, la prenda de la vida eterna.
La Iglesia vive su misterio, lo alcanza sin cansarse nunca y busca
continuamente los caminos para acercar este misterio de su Maestro y
Señor al género humano: a los pueblos, a las nacio-nes, a las
generaciones que se van sucediendo, a todo hombre en particu-lar,
como si repitiese siempre, a ejemplo del Apóstol, que nunca entre
vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste
crucificado. La Iglesia permanece en la esfera del miste-rio de la
Redención, que ha llegado a ser precisamente el princi-pio
fundamental de su vida y de su misión”11.
El
Papa fue, desde joven un creyente en las palabras, y sobre todo, un
enamorado de la palabra. No sólo comenzó, antes de estallar la
guerra, Filología polaca como su elección universitaria, sino que
precisamente a través del teatro se propuso colaborar con la
resistencia al injusto ocupante de la patria, convencido de la
superioridad estratégica de la palabra viva sobre las armas.
Creyendo en la fuerza transformadora de las palabras pronunciadas en
nombre de Cristo, en la Plaza de Varsovia en 1979, se encaminó, como
un nuevo David ante Goliat, a desafiar el muro comunista de vergüenza
que dividía el mundo.
Creyendo
así en la fuerza de la verdad con la lógica del perdón más que en
la fuerza del poder con la lógica del sometimiento, ha caminado como
Peregrino de la paz entre oriente y occidente, entre palestinos y
judíos, entre argentinos e ingleses, entre griegos y turcos, entre
protestantes y católicos, entre croatas y servios, entre árabes y
americanos, entre el norte y el sur, a lo largo de un mundo
globalizado en la injusticia y la guerra. Está convencido que es
Cristo la verdadera Palabra, la única Palabra de Dios al hombre,
como es la Iglesia santa la única Palabra verdadera del hombre a
Dios.
Es
más, con serenidad y alegría Juan Pablo II ha llevado consigo, en
su carne y en su vida, la misteriosa presencia de la Cruz gloriosa
del Señor. Difícilmente se encuentran hombres que puedan
sobrellevar sufrimientos tan objetivos y graves como la orfandad (a
los 8 años perdió a su madre, a los 12 su único hermano y a los 21
a su padre), la soledad, la persecución política, la enfermedad
crónica, el hambre, la guerra, la difamación, el insulto, la
conjura en su contra, la lucha desesperada contra sistemas oprobiosos
e inhumanos, los atentados mortales. Si es difícil encontrar hombres
con esta capacidad de sufrimiento, es aún más difícil que el peso
de estas tragedias no haya hundido a este hombre, comprensiblemente,
en la depresión, en la enfermedad o lo haya llevado incluso a la
muerte. Pero es sencillamente divino, que en un hombre que ha sufrido
así, hasta el martirio, y que además ha cargado sobre sus hombros
el peso de toda la Iglesia y los dolores de toda la humanidad,
podamos encontrar la sonrisa de un niño, el buen humor de un amigo,
el calor de un hermano, el corazón de un padre y la misericordia de
Dios. Todo esto no sólo es sobrehumano, sino que es estrictamente
divino: es un Regalo de Dios para un siglo torturado por el fracaso
humanista de las ideologías. Y este regalo ha sido posible porque,
desde niño, Karol se fue forjando al calor de la Divina Misericordia
(devoción promovida por Santa Faustina Kowalska) que es “quien
revela al hombre el propio Hombre”. De hecho, si rastreamos entre
sus escritos una frase favorita, probablemente sea esta:
“ Cristo,
Redentor del mundo, es Aquel que ha penetrado, de modo único e
irrepetible, en el misterio del hombre y ha entrado en su “corazón”.
Justamente, pues, enseña el Concilio Vaticano II: “En realidad el
misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del verbo
encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había
de venir (Rom 5, 14), es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el
nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su
amor, manifiesta plenamente al propio hombre y le descubre la
sublimidad de su vocación”12.
Y
por eso la tarea de la Iglesia no es otra que:
“ ayudar
a todo hombre para que se encuentre a sí mismo en Él [Cristo],
ayudar a las generaciones contemporá-neas de nuestros hermanos y
hermanas, pueblos, naciones, estados, humanidad, países en vías de
desarrollo y países de la opulencia, a todos en definitiva, a
conocer las “insondables riquezas de Cristo”, porque éstas son
todo hombre y constituyen el bien de cada uno”13.
En
conclusión, si todas las categorías resultan pobres para clasificar
la estatura de este gigante del espíritu, probablemente será porque
su persona ha supuesto la presencia de un misterio y de un don para
la humanidad del nuevo milenio. El secreto inefable de la recia
personalidad del Papa Juan Pablo Magno, sirviéndonos precisamente de
su propio escudo y lema, (una cruz, el anagrama de María y un lema:
Totus tuus), se desvela en una síntesis comprensiva que podemos
resumir en un título, el título de uno de sus libros: Signo de
contradicción. Como Cristo, Luz de las gentes, estaba destinado Juan
Pablo II a ser, para los humildes de la tierra, otrora “famélica
legión”, el Sembrador de esperanza en los campos de un mundo
enajenado por la Sospecha y el Maestro de certeza entre los Ministros
de la complicación, y esto mientras era levantado en lo alto de
todas las picotas por los Profesionales de la manipulación. Y por
ser Signo de contradicción puede ser Testigo de esperanza14,
quien ha vencido el miedo con la fuerza imparable del amor
misericordioso. Ha realizado en su existencia la misma transformación
de la Cruz en Luz que se opera simbólicamente en la liturgia del
Triduo pascual.
Como
María estuvo firme al pie de la cruz, el Papa mártir, traspasado su
seno por las balas, ha seguido abrazado al ministerio que el Padre le
encomendó el día de Santa Eduviges de 1978, mientras resonaba por
las plazas la misma antigua tentación que tuvo que escuchar su
Maestro: ¡Baja ahora de la Cruz, para que todos lo veamos, y creamos
en ti! (Cf Mc 15, 30-32). Y conmovido, el mundo ha recibido su mejor
“encíclica”, escrita con su propia sangre, sobre el valor
salvífico del dolor y sobre el Evangelio de la vida: su
impresionante serenidad y alegría ante la muerte, cuando le llamó
el Señor el primer sábado de abril (Promesa del Inmaculado
Corazón), en las primeras vísperas del Domingo solemne de la Divina
Misericordia. Las palabras que expresamente escribió antes de su
agonía pueden servirnos de “testamento”:
“ Resuena
también hoy el gozoso Aleluya de Pascua. La pagina del Evangelio de
hoy de Juan subraya que el Resucitado, la noche de ese día, se
apareció a los apóstoles y «les mostró las manos y el costado»
(Juan 20, 20), es decir, los signos de la dolorosa pasión impresos
de manera indeleble en su cuerpo también después de la
resurrección. Aquellas llagas gloriosas, que ocho días después
hizo tocar al incrédulo Tomás, revelan la misericordia de Dios que
«tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Juan 3, 16).
Este misterio de amor está en el corazón de la liturgia de hoy,
domingo «in Albis», dedicado al culto de la Divina Misericordia.
A
la humanidad, que en ocasiones parece como perdida y dominada por el
poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado le
ofrece como don su amor que perdona, reconcilia y vuelve a abrir el
espíritu a la esperanza. El amor convierte los corazones y da la
paz. ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de comprender y acoger la
Divina Misericordia!
Señor,
que con la muerte y la resurrección revelas el amor del Padre,
nosotros creemos en ti y con confianza te repetimos hoy: Jesús,
confío en ti, ten misericordia de nosotros y del mundo entero”15.
(El
autor es el anterior Director del Instituto de Doctrina Social de la
Iglesia. Actualmente, se desempeña como profesor de la Pontificia
Universidad Católica de Puerto RIco.)
Notas:
1
Juan Pablo II (16.X.78) Bendición urbi et orbi. La biografía más
completa y recomendable de Juan Pablo II sigue siendo la de G Weigel
(1999) Testigo de esperanza, aunque haya bastantes erratas, y
omisiones o aspectos discutibles.
2
Juan Pablo II (22.X.78) Homilía inaugural.
3
“He escogido los mismos nombres que había escogido mi amadí-simo
predecesor Juan Pablo I. En efecto, ya el día 26 de agosto de 1978,
cuando él declaró al Sacro Colegio que quería llamarse Juan Pablo
-un binomio de este género no tenía precedentes en la historia del
Papado- divisé en ello un auspicio elocuente de la gracia para el
nuevo pontificado. Dado que aquel pontificado duró apenas 33 días,
me toca a mí no sólo continuarlo sino también, en cierto modo,
asumirlo desde su mismo punto de partida. Esto precisamente quedó
corroborado por mi elección de aquellos dos nombres. Con esta
elección, siguiendo el ejemplo de mi venerado predecesor, deseo al
igual que él expresar mi amor por la singular herencia dejada a la
Iglesia por los Pontífices Juan 20III y Pablo VI y al mismo tiempo
mi personal disponibilidad para desarrollarla con la ayuda de Dios.”
Juan Pablo II (1979) Carta enc. Redemptor hominis, 2.
4
Comisión Permanente del Episcopado español (25.IX.03) Nota en el
20V aniversario de la elección de Juan Pablo II
5
Weigel, G (2002) El coraje de ser católico, Barcelona 2003: 209.
6
Cf Juan Pablo II (1979) Carta enc. Redemptor hominis, 14.
7
Comisión Permanente del Episcopado español (25.IX.03) Nota en el
20V aniversario de la elección de Juan Pablo II
8
Juan Pablo II (1979) Carta enc. Redemptor hominis, 15.
9
Comisión Permanente del Episcopado español (25.IX.03) Nota en el
20V aniversario de la elección de Juan Pablo II
10
Juan Pablo II (1979) Carta enc. Redemptor hominis, 10.
11
Juan Pablo II (1979) Carta enc. Redemptor hominis, 7.
12
Juan Pablo II (1979) Carta enc. Redemptor hominis, 8.
13
Juan Pablo II (1979) Carta enc. Redemptor hominis, 11.
15
Juan Pablo II (3 IV 2005) Regina coeli, póstumo.
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